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viernes, 18 de enero de 2008

SUEÑOS

No sé si por las noches algún sueño de grandeza invade la tranquilidad y el sosiego de nuestra Teofila. La perturbación del poder es tan mala, inesperada e inabarcable, que azuza las conciencias de los durmientes más profundos, hasta el punto de enajenarles o maldecirles con el insomnio crónico. Nos consta que otrora quiso ser ministra de algo importante y que su entonces jefe de filas la convenció de que se quedara en la alcaldía de su milenaria ciudad que, al fin y al cabo, había salido elegida directamente por unos votantes que tenían a sus espalda la tradición más antigua y arraigada de la democracia española. Nuestra ayuntadora se conformó por un momento, pero pronto le vinieron repentinamente las ganas de ser más, y volvió a mirarse como Blancanieves en el espejo para preguntarse qué le faltaba a ella que tuviesen los demás. Quiso ser presidente de todos los andaluces, en una demostración de su carácter jándalo, y se presentó a las elecciones autonómicas, que perdió por aquello del voto cautivo, según sus explicaciones postelectorales y las de su propio partido. Resulta que sus votantes depositaron la confianza en ella como alcaldesa de la ciudad, pero ni en pintura la querían como cabeza visible del gobierno comunitario, que ya tenían a una y bien grande. Intríngulis de la democracia. Pero en ningún momento ha renunciado Teófila al acta de diputado en el Parlamento nacional o regional porque, entre otras cosas, sabe que es en esas cámaras donde se cuecen las habas de la política. Allí se apuesta, se puja, se negocia, se miden fuerzas, se juega, se farolea, se cambia, se vende, se amenaza y se dice aquí estoy yo. Si no, por muchos votos directos que exhibas en la urna municipal te puedes quedar para vestir santos, aunque sea a lo grande, en el Vaticano y de embajador, como el coruñés Vázquez.

Teófila ha sabido medir sus fuerzas frente al ejecutivo de su partido y encabezará la lista por Cádiz en los próximos comicios, dejando así en ridículo las declaraciones de algunos de sus compañeros cuando argumentaban que las aspiraciones gallardonescas eran incompatibles con la alcaldía. Ella sabía, de antemano, que no iba a tener problemas, ya que nunca se le ha ocurrido coquetear con el lado más abierto de la derecha, sino que siempre ha formado parte del sector más duro, gritón y regañadientes, y se ha ganado el puesto. Si yo fuese el diseñador de campaña del PP, la pondría en jarras y en actitud amenazante, enseñando los dientes, entre los dos leones del Congreso, como el Hércules del escudo local.

Dicen las malas lenguas que Gallardón bien podría encontrar un sitito en las listas socialistas. No lo creo, porque si no esto sería ya un cachondeo intercambiable. ¿Se imaginan a Teófila con una pataleta y compartiendo lista, por despecho, con Rubalcaba? Todo podría pasar si el poder de Morfeo se apoderara de su ser, y en uno de sus sueños se viera a sí misma, no con el bastón de mando local, sino ocupando plaza en Moncloa. ¿Se imaginan que un arrebato, como una posesa, acabara llamando a las puertas de San Antonio?. Al menos (también tenemos los demás derecho a soñar), dejaría por un ratito el ayuntamiento y a los Rajoys, Acebes y Zaplanas le daría un síncope, de momento.

miércoles, 16 de enero de 2008

LA MÚSICA PENSADA DE EUGENIO TRÍAS

El canto de las sirenas (Argumentos musicales)
Eugenio Trías. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Barcelona, 2007. 1007 pp.
La música viene a ser como un catalizador de la sensibilidad colectiva o, más bien, de la educación de sensitiva y emocional de las sociedades. La memoria de los pueblos se remite al origen del canto y de la danza, y a partir de ahí diversifican los caminos de la expresión, como un mapa de neuronas donde se concentra todo su potencial contra el olvido. La música es, pues, primer sonido y último, vibración primitiva y horizonte sonoro para el futuro. Por eso, la atención que los diferentes países prestan a la música a través de sus instituciones pertinentes repercute en el nivel cultural, intelectual y artístico de sus habitantes, invitándoles a dar forma coherente a sus distintas maneras de entender el mundo. Muchos han sido los intelectuales y artistas europeos que se han ocupado abierta o tangencialmente de la música desde sus respectivas disciplinas, hasta el punto de que es imposible aprehender en su totalidad la una sin la otra, desde Platón o Arístides Quintiliano hasta Ezra Pound o Theodor W. Adorno. La música, por otra parte, no sólo ha sido motor del pensamiento filosófico, sino motivo inspirativo de poetas, novelistas o pintores, como es el caso de San Juan de la Cruz y su música callada, Tomas Mann y su Doktor Faustus o Serge Cherchoune y sus últimos oleos sonoros. Desde la antigüedad hasta nuestros días ha venido siendo relativamente normal la incursión del discurso inteligente y artístico en el ámbito musical, tanto en oriente como en occidente. Sin embargo, algo extraño ha ocurrido en nuestro país desde este punto de vista, dado el escaso interés por parte de nuestros pensadores a asomarse, ni siquiera por curiosidad, al territorio de la música, no sólo como tema de discusión, sino como mero aficionado. Salvo aisladas excepciones –Lorca, Gerardo Diego, María Zambrano, José Hierro, Ángel González o algún que otro poeta- el panorama es desolador. Recordemos los versos de Unamuno, aferrados a la palabra como significado monolítico, que no polisémico: "¿Música? ¡No! No quiero los fantasmas/ flotantes e indecisos,/ sin esqueleto...” Puede ser entendible este desinterés general por el poco cuidado que nuestros políticos y educadores han prestado a la enseñanza musical desde tiempos remotos hasta nuestros días. Así no es extraño leer en las tribunas de los periódicos opiniones elementales de nuestros admirados escritores, como son los casos recientes de Félix de Azúa o Caballero Bonald poniendo en “solfa” la música después de Schönberg o la belleza y efectividad de la ópera. Al fin, tras las -para mí- inestimables aportaciones de García-Bacca, que Eugenio Trías afirma no entender del todo, el filósofo catalán nos regala un volumen de mil páginas que, bajo el título de El canto de las sirenas, es sin duda el esfuerzo más importante realizado en el espacio musical, no sólo por un “creador” español, cuya principal tarea se sitúa en el mundo del pensamiento y la filosofía, sino por un hombre que conoce la música de cerca, sus entresijos y sus estructuras, su fenómeno físico y su imagen sensorial, su evolución y su historia.

El título del ensayo está recogido del mito de Er, relato final de La República de Platón. Er nos cuenta los sucesos que acontecen al alma en el más allá y nos habla de la música de las esferas, una serie de círculos que giraban en órbitas concéntricas. Encima de cada círculo, una sirena emitía un sonido del mismo tono, y de todas las voces surgía un acorde mágico, origen de vida y movimiento. Las sirenas tenían el poder de atraer con su canto a todos los hombres, hasta el propio Odiseo homérico, que tuvo que atarse al mástil de su embarcación para no arrojarse al mar y a la música. Título nada casual ni antojadizo, pues en todo el fluir del libro permanece la idea platónica del sonido como motivo subyacente, principio de la vida y concepción aritmética del mundo, puerta y vehículo, a su vez, hacia una luz esencial que nada tiene que ver con la acepción esotérica que le otorgan los místicos, sino con una realidad poco frecuentada por el hombre común, capaz de explicarnos, a veces, facetas desconocidas o, al menos, poco frecuentadas de nuestro ser. Pitagórico y lector del Parménides, Trías se sumerge en los mares de la lógica para sacar a flote la relación natural entre palabras y sonidos, más allá de sus aparentes significados, porque “la música hallada en las esferas celestes puede reencontrarse en el alma que las gobierna.” Es entonces cuando nos reconocemos, desde nuestro ser más sensible, en las armonías del universo, “del alma del mundo”. El daimon es entonces, a través de esta música, un intermediario entre dioses y mortales, un filósofo “hermenéutico” atraído por la más excelsa de las formas, que es la Belleza..Lo bello es, pues, la naturaleza del arte, de la esencia y del logos; en lo bello y en su forma más pura y cristalina se concentra la música, desde la lira de Orfeo hasta los sonidos electromagnéticos de Xenakis, quien “coteja” o alegoriza el mito de Er por medio de la representación musical de una supernova.

El canto de las sirenas es una colección de ensayos sobre los principales compositores de la cultura occidental o, para ser más preciso, de la cultura europea, que parten de Monteverdi y su rotunda y definitiva propuesta en el mundo de la escena, hasta el griego Iannis Xenakis, a quien se dedica uno de los capítulos más sugerentes del libro, en cuanto atañe al futuro de la música y a los nuevos conceptos sonoros que, al tiempo, enlazan con el quadrivium medieval –aritmética, geometría, astronomía y música- o con el trivium –retórica, gramática y poética-, como un último compendio o llave que abre dos puertas y enlaza los caminos de la tradición y el porvenir. Este canto no se trata de una historia de la música, pues nada más lejos de los propósitos del autor que fijar un código o un canon académico sometidos a fechas y estilos, sino de un recorrido por las diferentes maneras de pensar musicalmente que ha utilizado la sociedad a partir del Renacimiento, para así explicarnos más a fondo nuestro comportamiento. O mejor, del pensamiento que generan las obras en si mismas, en su tiempo y más allá de su tiempo. El libro porta como subtítulo general el epígrafe de Argumentos musicales con toda la razón, porque aunque se haga hincapié en el carácter abstracto del lenguaje sonoro y de la autosuficiencia de éste, en el sentido de que no requiere de ningún componente literario o extramusical para realizar su principal misión, sí que el pensar que destilan las obras construye un entramado argumental en sí mismo, en cuanto viven y son autónomas por su propio pensamiento. Así, el autor subraya el hecho de “pensar la música” como una disciplina filosófica que no debe escaparse en pos del excesivo diletantismo ni del análisis puramente técnico. Pensar la música es para Trías sumergirse en su discurso y dejarse llevar por la emoción de su caudal, pero también, o fundamentalmente, tomar conciencia de su decir, porque la música, más que ningún otro arte, mantiene viva la llama de su poíesis, a pesar de las teorías y reflexiones que sus complejas estructuras puedan ocultar en apariencia. El pensamiento, pues, no surge sólo de la persona que escucha o analiza, ni siquiera del propio compositor, sino de la obra misma, constituida como un ente en perpetuo movimiento, manantial de vida y fuerza que se adapta a los tiempos y, de algún modo, “sirve” a los hombres. La música, pues, se piensa a sí misma y se argumenta, al tiempo que invita a los demás a hacer un ejercicio de reflexión . Dicho sea de paso, Pensar la música fue el primer título que el autor escogió como encabezamiento de este ensayo o, quizás, de la primera parte de este libro, que ocupa más de ochocientas páginas, dividida a su vez en veintitrés extensos capítulos, dedicados cada uno de ellos a destacar la línea argumental o factura de pensamiento de los compositores más grandes que han influido, tanto en la formación personal de nuestro filósofo, como en el devenir de la cultura occidental: Monteverdi, Bach, Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert, Mendelssohn, Schumann, Wagner, Brahms, Bruckner, Mahler, Debussy, Schönberg, Bartok, Stravinski, Webern, Berg, Richard Strauss, Cage, Boulez, Stockhausen y Xenakis. Se lamenta el autor de no haber tenido más espacio para incursionarse más en el tiempo y haber acudido a los grandes polifonistas renacentistas o rastrear las obras de otros compositores menos canónicos, pero importantes por sus aportaciones, como es el caso de Chopin, Liszt, Sibelius, Ravel o –por qué no- nuestro internacional Manuel de Falla. De hecho, Trías nos promete un segundo libro, donde seguro que abordará una serie de temas nacidos de la redacción de este sugerente volumen.

La segunda sección, denominada “Coda filosófica”, puede decirse que es la parte más concienzuda del libro, en cuanto plantea una meditación sobre el concepto de la música, ya sin atributos ligados a determinadas obras o autores, sino como fenómeno sonoro propio, como verdad en si misma, arte y silbo que permite resonar la música callada o música extremada “que surge de la oscuridad uterina de la matriz, música materna que se puede concebir como música celeste o paradisíaca.” Como su rótulo indica, se trata de una coda o adición final a esta especie de sonata que representa el grueso del ensayo, y en este caso “filosófica” porque en ella se hace filosofía, se piensa filosóficamente el hecho musical, engranando epistemológica y sistemáticamente con la preocupación motriz de Trías en su etapa más reciente y brillante, representada en Lógica del límite y La edad del espíritu. Sin embargo, advierte el autor que, aunque estas páginas son aparentemente las más continuadoras de su tarea “pensadora”, no deben centrar los filósofos sus entendederas en este texto, obviando el primer apartado, pues es este el que otorga sentido y naturaleza al resultado final, como en los mejores movimientos de cualquier sinfonía de Haydn o Beethoven. A su vez, esta coda final se subdivide en tres apartados. El primero de ellos nos adentra en la relación entre música y filosofía a partir de Platón , instaurando los primeros principios. La música no es un arte solitario, al margen del discurrir humano, sino que armoniza el alma con el cosmos o el alma con la ciudad, pudiéndose considerar entonces la filosofía como “la mejor música” Si la filosofía, más como necesaria indagación del ser, que como mera disciplina interrogadora, es fruto de la vivencia en el Límite o Ápeiron -que era la menera platónica de establecer los primeros principios-, la música, en cuanto pneuma o aire, envoltorio de la palabra o primer aliento del logos, es límite también, límite por encima del ser y de la esencia. La filosofía era para Platón la mejor de todas las músicas (El banquete), y en el lugar del límite se establecen los primeros fundamentos que otorgan carta de naturaleza al pensamiento y a la sabiduría. Sin embargo –según aclara Trías siempre ilustrando su teorema- desde Parménides y Aristóteles hasta Hegel o Heiddegger tal ciencia del límite fue suplantada por la ciencia del ser, ocultando así el espacio de donde nace la verdadera conciencia dual -y no opositora- entre el ser y la nada, esencia, sustancia o realidad. La música suena en ese lugar del límite donde todo es armonizable, la concordatia opositorum, que juega un importante papel no sólo en las altas definiciones del ser o el existir, sino en el propio estilo de vida, en la escritura de la música según las diferentes escuelas, épocas y compositores.
“El hilo de Ariadna”, como guía que ayuda a encontrar la salida del laberinto, es el segundo apartado de la “Coda”, donde se aborda uno de los debates más intensos que se han suscitado en el mundo de la música, y que no es otro que la estrecha relación natural entre palabra y sonido: sonido como fuerza interna del logos, pero también como envoltorio exterior del símbolo, portador de significados reales. En verdad, el núcleo de dicha reflexión se reduce casi necesariamente al hermanamiento entre música y poesía, que al apuntar de María Zambrano eran a veces almas gemelas. Prima la musica e poi la parole./ Primo la parole e poi la musica..., como Richard Strauss y Clemens Krauss entretejen en un ejercicio metamusical, a partir del título que dio el abate Casti a una ópera para Salieri. “Todo el nudo argumental y conflictivo de la música occidental –escribe Trías- se halla atravesado por esa problemática que afecta tanto al orden musical como al verbal, o a los complejos vínculos de la música y poesía. Halla por eso (Strauss) una clarificación evidente en el argumento de esa ópera dentro de la ópera” (Capriccio). ¿Cómo concebir entonces a Beethoven, Schubert, Liszt, Diepenbrock , Wolf sin Goethe, Petrarca o Novalis? ¿O las dos conjunciones perfectas que abren y cierran dos compuertas de lo que podríamos denominar la corriente sonora de un tiempo nuestro, ajustable a una sensibilidad humanista, como son los ejemplos de Monteverdi y Tasso (Il Combattimento di Tancredi e Clorinda) o de Pierre Boulez y René Char (Le marteau sans maître)? En definitiva, la música es la expresión del canto de las sirenas, aquellas que construyeron el acorde primero de las esferas, pero también las que embelesan y adormecen al navegante hasta provocarle la muerte que, paradójicamente, es quizás la entrada en el sueño donde se comprende la fusión total entre palabras y sonidos, se oye la luz, todo suena porque calla a la vez: se vislumbra el misterio eterno entre éros y thánatos.
Como una especie de recapitulación final, donde aparecen y se enuncian sucesivamente todos los motivos encadenados a lo largo del libro, concluye el autor con un decisivo e iluminado ensayo que, no en vano, se denomina “Categorías musicales”, en el que personalmente se repasan las tradiciones que han dado origen a la música tal como hoy la entendemos, insistiéndose en su característica jánica, es decir, dual, ambivalente, salvaje y pacificadora, ilógica y racional al mismo tiempo, como el rostro del dios griego –Jano- que mira hacia delante y hacia atrás, limítrofe, porque “la música da forma y expresión simbólica a un ser que es límite y frontera”, nostalgia también de nuestras raíces matriciales y alumbramiento de lo porvivir, es analogía o, mejor dicho, soplo hermenéutico del cosmos, donde cada uno de nosotros, del que oye y escucha, toma conciencia de su propia posición. Se averigua en Trías, no ya su apego por la tradición platónica, sino su estirpe natural puesta al día y revalorada en un largo viaje a través del pensamiento hacia atrás y, en paradoja, evolutivo. La simbiosis música y filosofía constituye la razón primordial de esta última, pero su papel fue menguado por la imposición aristotétlica, al decir de Zambrano, otorgándole a la palabra, al logos, una dimensión lógico-lingüística que lo aparta de su verdadera esencia sonora, algo así como un carácter excesivamente fonético, sin tener en cuenta el espacio musical previo a esa foné y vinculado al habla: “el esplendoroso universo o cosmos del sonido en el que la música, como arte, artesanía, ciencia y técnica, halla su signo de identidad”. No basta, como propone Derrida, con ensanchar el campo de la escritura, sino que es necesario ampliar la observación y el análisis de los signos y símbolos por otras vías que nos ayuden a descubrir, a escuchar sus silencios y sonidos acompasados, su verdadera música. Los primeros indicios de notación, los neumas gregorianos nos hacen comprender ese espacio, cada vez más solo y autónomo, liberándose paulatinamente, a partir de la polifonía renacentista, no del logos, sino de la “voz autoritaria y monódica” de un Dios justiciero y distante, para hacerlo cada vez más cercano y humanitario (Boecio). Por el contrario, el logos musical va adquiriendo potencia y variabilidad de posiciones, según los diferentes estilos y actitudes humanas características de las diferentes épocas, hasta llevar al autor a preguntarse si es posible retomar un pensamiento filosófico y musical que articule una propuesta distinta y nueva, donde la naturaleza irracional de la música, tan subrayada durante el siglo romántico, sea compatible e incluso inseperable de su carácter numérico, matemático y físico-acústico; es decir, el proyecto de un logos, como modelo ideal que, más que una simple alegoría, encierre en si mismo toda la construcción universal. Es en esa doble condición, hechicera y contemplativa, donde radica la naturaleza de la música, en la flauta de pan y en la lira de Orfeo: la una, rebelde e independiente, la otra, pacificadora y unida por siempre al canto y a la palabra. La conjunción, pues, de música y pensamiento constituye el núcleo de este capítulo, convertido a su vez en célula cíclica de todo el volumen, donde los personajes son los grandes compositores elegidos en la primera parte, su argumento o, más bien, su espíritu, el poder de transformar nuestras vidas por medio de sus respectivas obras-pensamientos.

Nos desvela el autor que, si en su libro anterior, La edad del espíritu, fue la relación con lo sagrado la que estableció el centro del relato, en estos actuales “argumentos” es el nexo de la filosofía con la música, y yo diría, a su vez, con la palabra, quien determina el discurso narrativo o, más bien, su ámbito poético, pues cada uno de las “epistolas” de la primera parte son cartas espirituales o amorosas, escritas en forma de ensayos hermenéuticos, “verdadero ejercicio de piadosa puesta en práctica del hermoso himno paulino a Charitas (que es complementario, mal que les pese a pensadores y teólogos excesivamente unilaterales, del excelso diálogo platónico de Sócrates con Diotima, en El banquete, en torno a éros).” En definitiva, fue Platón el filósofo que mejor ha entendido la música en relación con el conocimiento, con las emociones, con el pensar y con los estados del alma.

Como bien se advierte al lector, cada uno de los capítulos puede leerse al azar, e independientemente de su cronología, que responde a su ordenamiento textual, pero también nos propone el autor leer el libro de corrido, como si fuera una novela que se ha ido escribiendo durante cuatrocientos años por los compositores que dan pie a cada monografía. Y aunque hemos señalado al principio de estos comentarios que no se trata en absoluto de una historia de la música, sí que esta lectura lineal propone aclara al aficionado, e incluso al especialista, una serie de cuestiones estilísticas, estéticas, formales y expresivas acerca de los propios músicos, las obras, las épocas en la que fueron concebidas y movimientos a los que pertenecen, que han ideo configurando el cuerpo sonoro de la cultura occidental. Incluso para el melómano poco amante de la filosofía, toda la primera parte aporta una nueva manera de escuchar y de ver la música que, partiendo de las necesidades expresivas de cada individualidad, se enlaza con el todo: la historia, el mundo de las ideas, el lenguaje como elemento autónomo y a su vez cincelado por sus artífices, la escritura, la palabra, ritmo y esencia. Es decir, pensar la música, no desde el exterior y ajeno a la filosofía como hizo Adorno, sino desde su propio corazón, pálpito y pulso.

El nacimiento del drama musical representado en el mito de Orfeo sirve de punto de partida para construir un imbricado relato o fabula in musica donde los más variados matices de la condición humana van a tomar forma y sonido como si fueran personajes de una obra shakespeariana. La música, en el caso de Orfeo, es doblemente protagonista, en cuanto drama y aliento capaz de aplacar las iras del destino, poder que cambia la voluntad de los dioses y permite la entrada de su son en los infiernos para liberar a Eurídice. Monteverdi actúa como anticipador o pionero de la reflexión musical: hace música sobre la propia música, teatro sobre el propio teatro, con toda una variedad de recursos que deja el campo libre a toda la experimentación barroca posterior. Pero es Bach, sin embargo, con su lenguaje arcaizante y su oído puesto en la tradición quien ocupa la figura central de este nuevo estilo. A partir del principio del temperamento igual establece una ley de gravitación de los objetos musicales. Trías lo asocia con el principio de individuación de Leibniz, y traza un paralelismo entre las grandes obras contrapuntísiticas bachianas como por ejemplo, El arte de la fuga con la armonía preestablecida del filósofo. En esta cuestión reside uno de los mayores aciertos del libro, consistente en plantear un acuerdo entre las diferentes obras musicales que se recorren y sus correspondientes tratados filosóficos, o entre los compositores y pensadores. Así, se nos recuerda la conjunción existente entre Beethoven y Hegel, concretamente entre la Sinfonía Heroica y la Fenomenología del espíritu, porque si al sistema se llega por resolución de las contradicciones, o por hallar una fórmula que supere las contraposiciones, que es en definitiva la lucha con la muerte, en la Tercera se ejemplifica maravillosamente este combate dialéctico entre los dos temas principales y su dramatización, sus contrastes modales, sus construcciones interválicas y la arquitectura singular de la forma sonata, sirviéndose de ella para “argumentar” y “relatar”, explotando sus recursos formales como llevará a cabo en su último periodo. Esta misma forma musical, madurada por Haydn se corresponde con el concepto aristotélico del ser como energía: la gran “Idea Estética” del maestro, su gran argumento musical que hace posible su Gran Relato cristiano, “desde la Creación del Mundo hasta el Juicio Final, puesto en pautas por un músico sin pasado, al decir de Nietzche, sin grandes inventivas ni revoluciones sintácticas, y que tuvo que vérselas y deseárselas para expresar su grandeza por encima de la originalidad. Todo Haydn se reconoce en el Gran Tema del Ascenso hacia la Luz a partir del caos (La creación), y sugiere Trías que muchos arranques de sus sinfonías y cuartetos no son más que comentarios o evocaciones de esta idea permanente, “creaciones de un mundo” que llena de sentido, tema y sustancia a la música, como le ocurriese también a Mahler, compositor de un mundo propio, donde todo parece arrancar de La canción del lamento para ir generando paso a paso, desde un “obrar titánico y demiúrgico” una perfecta cosmogonía., todo a través de un mundo caótico y fantasmagórico, donde “las sinfonías acaban siendo oratorios”, canciones que terminan siendo “pequeños poemas sinfónicos en miniatura” u “oratorios que semejan baladas.”
El canto mahleriano, insistente como un retorno eterno, no es comprensible sin la gigantesca aportación de Richard Wagner, no sólo en cuanto a sus importantes aportaciones al mundo de la orquesta, la escena y el texto, sino como colofón al debate entre música y filosofía que culmina con los sucesos revolucionarios de 1848. Wagner inicia una nueva forma de convivencia entre la palabra y la sonoridad, pero también abre un sendero impensable hasta entonces por el que caminarán música y pensamiento.

El autor de la Tetralogía, también ensayista y escritor, se hace eco de la filosofía alemana de su tiempo y, a tono con Schopenhauer, cree firmemente en la música como esencia del mundo, como espejo de la Voluntad, esa “herida siempre abierta en el costado del ser, de la que mana sangre perpetuamente” y a la que puede el hombre sobreponerse a través del arte y del mundo de las ideas. Trías encuentra la representación de esta dialéctica en la música wagneriana, simbolizada en la “lanza maldita” y en la “lanza salvadora”, es decir, la que porta Merlot en Tristán e Isolda y la de Anfortas en Parsifal. Por encima de Nietzche, Wagner, sabiendo que la voluntad de poder encierra maldad y bondad a partes casi iguales, destaca la fuerza de esta última, imantada por el amor o la creación, a pesar de la maldición del Anillo y la necesidad del fuego para purificar el mundo, contaminado por el poder de dominación, para comenzar otra historia, en un territorio “limítrofe y fronterizo”. Y es que el músico, como se afirma en estas páginas, pensaba mejor y más claro que muchos de sus filósofos contemporáneos.

De especial importancia son los capítulos dedicados a la música del siglo XX a partir de Arnold Schönberg y su misión liberadora del sonido respecto a su jerarquía tonal. Compara Trías al fundador de la Escuela de Viena con el autor del Tractatus, en la medida en que los dos acuden a una serie de planos y nuevos meridianos que establecieran un código distinto por la oxidación del lenguaje. Schönberg, sin embargo aventaja a Wittgenstein, en la medida en que es capaz de retrotraerse a un “ámbito anterior”, más alla del “pensamiento que se agota en su expresión lingüística”, que es previo y pre-liminar, ontológica y teológica. Es aguda la deducción de que el dodecafonismo, no como aventura anárquica o desordenada, sino todo lo contrario, como normalización de un concepto armónico nuevo y diferente, “desprendimiento de las inferencias o consecuencias que la ‘disonancia emancipada’ exigía.” En esta escuela, Schönberg sería un narrador, Alban Berg un dramaturgo o fuerza dramática y Anton Webern un poeta.

No es habitual, retomando el principio de estos comentarios, que un filósofo español se ocupe de la música, pero menos de la música contemporánea o, para ser más precisos, la que se escribió a partir de la segunda mitad del siglo ya pasado. Los ensayos dedicados a Stravinski, Bartok o Strauss no tienen desperdicio y nos ayudan a entender, no sólo el engranaje entre estructuras y recursos expresivos en el campo estrictamente creativo, sino el conflicto y la interferencia, la distancia y la cercanía entre vida y muerte, existencia y exterminio, ser y nada. Quizás se eche de menos, tras la visión de dos de los mejores cuartetos de Bartok (4 y 5) una parada especial en la gran serie de los cuartetos de cuerda de Shostakovich, sin cuyos planteamientos y grandiosos desarrollos no puede entenderse del todo la mentalidad del hombre contemporáneo, sobre todo en el recorrido de ese mundo aparentemente no experimental, pero profundo en la explotación de recursos expresivos y en esa lucha intensa y constante entre pensamiento y creatividad.

Si la literatura fue otra cosa después de Mallarmé y, concretamente, tras sus experimentos poéticos a partir de la música postweberniana, la nueva música halla uno de sus mayores exponentes en Pierre Boulez, depositario de todo el legado “sonoro” del poeta y compositor de la más bella y sugerente obra sobre sus versos: Pli selon pli. Es espléndida la propuesta de tal asimilación y del resurgir de “una belleza superviviente”, “surgida de las cenizas de la Vida”, y de cómo tal ideal de lo bello inunda toda la obra del músico y director francés, un compositor que debió superar tres pruebas al menos en su lucha contra el Minotauro “apostado en las inmediaciones del límite”. Boulez logra ensanchar el ámbito de su obra a otras lindes y culturas, más allá del espectro europeo y accidental, siempre desde la magia y la belleza, haciendo de esta última su divisa y emblema.

Junto con Boulez, Karlheinz Stockhausen, recibe las enseñanza de Messiaen, que aplica a la primera parte de su obra apoyada en el serialismo. De ahí, inicia un camino ya sin vuelta, donde la búsqueda de nuevos elementos acústicos e incorporación de timbres ajenos hasta entonces a la denominada música culta, van a ser constantes. Nos indica Trías acertadamente que uno de los grandes logros de este compositor consiste en la traslación que hace de los diferentes valores de duración a la forma, porque en música, ésta es forma en el tiempo. Stockhausen pues, halla en su primera escritura el punto mínimo de duración, su radicalidad en esa especie de puntillismo que, poco a poco, a través de sus transformaciones, acabará viajando “hacia las estrellas”, como ocurre con Licht o Sirius. Recuerda Stockhausen –y esta frase encierra y define el definitivo pensamiento del autor de estos argumentos- “aquellas vidas anteriores que preparan y presagian su renacimiento en las estrellas. Un destino común a todos quienes asumen la música como gnosis liberadora, o como conocimiento que salva.” Nos detiene en el inquietante Canto de los adolescentes, como ejemplo de naturaleza simbólica que sirve de catarsis para denunciar los horrores sufrido durante la infancia del compositor bajo el terror nazi. El símbolo es pues una de las grandes características de un compositor que ha trabajado el hecho musical como una gran unidad dialéctica. El símbolo, en este caso de la voz aniquilada del adolescente, hace referencia a una voz primera y primigenia, anterior a la voz verbal, que en la música siempre se distingue.

Los capítulos dedicados a John Cage e Iannis Xenakis quizás sean los más densos, complejos, extensos y aclaradores del apartado consagrado a la música más nueva, aunque clásica ya, si nos remitimos al tiempo en que fue escrita y a su vigencia actual. A Cage -el único compositor no europeo incluido en el libro- lo define como uno de los paradigmas del límite y, concretamente a la más célebre de sus obras: la que lleva por título 4’ 33”, compuesta hace más de medio siglo y donde el intérprete debe permanecer todo el tiempo que dura la pieza, es decir, cuatro minutos y treinta y tres segundos, frente al piano cerrado. Y es el público, su pensamiento, su silencio, murmullos, comentarios, bostezos o todo tipo de intersecciones, quienes completan el evento sonoro. “Lo que surge de ese experimento es inmanente a la acción -nos dice Trías-. No trascendente. No trae consigo obra. La obra es la propia vida.” Porque para comprender a Cage, debe recordarse la tesis de Hegel relativa a la muerte del arte, debido al exceso de teorías, ideas y conceptos que ya abundaban en plena modernidad. El compositor americano es un vivo ejemplo de cambio y revolución que, a partir de los años 80, no sólo rompe, sino que exige escuchar su obra sin referencias al pasado, sin memoria ni tradición., quizás desde la profesión de un “panteísmo sonoro”, donde el sonido es capaz de recuperar su ancestro original, más allá de afinaciones, temperaciones y conciertos.

Las páginas sobre Xenakis cierran perfectamente esta sección. Podría decirse que sirven de compuertas de las dos secciones. Por un lado, condensa las grandes ideas expuestas anteriormente, y por otro, prepara al lector a sumergirse de lleno en un espacio más filosófico, que es el de la segunda parte. Al principio nos advierte nuestro autor de un precepto que se han saltado por alto muchos compositores actuales, y es que jamás una pieza musical puede justificarse como argumentación de una teoría, pero acto seguido nos previene contra cierta intransigencia antiintelectual, culpable del retraso que la música sufre en la recepción de los compositores del siglo XX con respecto a las demás artes. ¿Sólo es por eso? ¿O es por el problema que plantea navegar en la abstracción sonora, sometidos a un tiempo determinado de escucha? ¿O son las referencias tonales, rítmicas y melódicas las que le fallan al oyente? ¿O es un problema educativo general de una comunidad? Este es un debate largo y extenso, donde sin duda se sitúa la “arquitectura” sonora de Xenakis, ingeniero y gran conocedor de las matemáticas, que aplica a su obra con gran sentido y profundidad: un ejemplo unitario de numerología, tradición pitagórica y pensamiento musical, al que Trías dedica uno de sus mejores momentos, desvelandonos fórmulas escondidas o iluminando oscuros rincones de la obra del compositor. Quizás, por el hecho de ser griego de origen, Xenakis entronca de forma natural y desde la extrema modernidad con el trivium, la tradición homérica, la tragedia clásica o la filosofía platónica. Trías se fija en las masa sonoras en continuo movimiento como una de las características principales del compositor. Son planos masivos, nuevas superficies, niveles nuevos que sustituyen la verticalidad del sonido y la horizontalidad de la melodía: “una máquina arquitectónica, concebida al modo de proyecto arquitectónico, diseñada hors temps, en un ámbito intemporal proyectivo, pero que se ciñe sobre el papel, o se proyecta a través de un movimiento argumentado en el tiempo, en temps, capaz de desglosarse en secciones.” Es pues, Xenakis el último eslabón de esta cadena, el renovado testimonio del quadrivium clásico que reaviva la llama inextinguible, pero a veces en ascuas, de la dialéctica entre música y pensamiento, relación tan eterna como compleja, a la que este libro de Eugenio Trías ofrece la más rica y singular aportación.
Madrid, 15de enero de 2008
José Ramón Ripoll
Para Letra Internacional