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miércoles, 24 de octubre de 2007

POR TARANTOS

Hace dos días que se vuelve a escuchar por los mentideros y tertulias aquello de que “los andaluces no tenemos remedio.” Un tópico mal fundado si ignoramos cuánta carga hemos tenido que soportar los ciudadanos de a pie para levantar la cabeza con dignidad, por encima de una clase oligarca, paleta y desletrada, obstinada en mantenernos gachos, míseros y silentes durante siglos. Un tópico no demasiado descabellado, sin embargo, ante la propuesta de que el himno oficial de Andalucía sea cantado por tarantos. Habría que matizar y decir que “la derecha andaluza no tiene arreglo”, ya que la genial idea se le ha ocurrido a Javier Arenas, reiterativo pretendiente a presidir nuestra comunidad, apoyado por la cúpula de su partido. Lo que parece de coña, va en serio. Intentan que, consensuado por todos los grupos parlamentarios, el próximo cántico regional-patriótico vaya acompañado de palmas y guitarras, teniendo como modelo la versión que, del himno de Blas Infante, hace Rocío Jurado en la película “La Lola se va a los puertos”. Ahí queda eso.

Que el himno de los andaluces es difícil de entonar ya lo sabemos, y que no nos ponemos de acuerdo en su silabeo, lo comprobamos cada vez que tenemos que hacer una exaltación coral colectiva. Pero de ahí a optar por semejante proposición me parece un dislate más, de esos a los que últimamente nos tiene acostumbrado Mariano con el cambio climático y Esperanza Aguirre con el rey. Con todos mis respetos por nuestra llorada tonadillera, que cumplió profesionalmente con su papel asignado en el filme, no parece de recibo intentar que todo un pueblo adopte los jipíos y los tonos de la ilustre señora. A no ser que estos señores sigan considerando al pueblo andaluz como extras de un melodrama folclórico dirigido por ellos mismos, no con guión de los Machado –como la primera versión llevada al cine en 1947- sino del propio Arenas, corregido por el omnipresente Aznar, que tanto sabe de la historia de Al-Andalus.

Lo que nos faltaba a los andaluces era un himno más movidito, para que cada vez que se terciara y allá donde estuviéramos, ponernos el traje de faralaes, el sombrero de ala ancha y arrancarnos por tarantas, y luego por tanguillos y sevillanas para “seguir siendo lo que fuimos” o lo que algunos quisieran que fuésemos para siempre. No “hombres de paz y esperanza”, sino gañanes y esclavos a su servicio, como así lo ha demostrado el señoritingo cada vez que ha tenido la oportunidad. No sé si a los andaluces nos hace falta himnos o no, pero lo que está claro es que ahondar en la topiquería no nos conduce a nada bueno. Nuestro flamenco pertenece a un patrimonio serio y profundo que no tiene porqué manifestarse malamente, fuera de su sabio contexto. Lo demás es caricatura, más propia del nacional-flamenquismo que de un espacio abierto a los avances sociales y culturales como en el que queremos vivir. Que no nos den un himno para ayer sino una música libre para hoy y mañana.

martes, 23 de octubre de 2007

LAS VARAS DE MEDIR


El valor que le otorgamos a la vida cambia continuamente de posición. Según lugar, tiempo o circunstancias, así justificamos más o menos la aniquilación del otro. Y no digamos cuando el prójimo –que es paralelo a próximo- vive en la conchinchina, practica religiones diferentes, habla lenguas ininteligibles o tiene otro color de piel. Cuanto en un momento determinado nos parece un crimen irreparable, llevado a cabo por mentes asesinas sin un mínimo de piedad, en otras ocasiones lo justificamos o, cuando menos, hacemos la vista gorda.
El mundo se desangra día a día a causa de la ambición y la intolerancia, no ya por hambre o por enfermedad, que es una cínica e infame manera de dejarlo morir, sino a causa de guerras provocadas, odio, violencia y terror indiscriminado. Antes podíamos decir que no nos enterábamos ni de la mitad. Ahora recibimos noticia de cada asesinato casi en directo. Nos hemos ido acostumbrando al exterminio con lasitud y naturalidad, hasta el punto de que ya su información cotidiana forma parte de nuestra dieta. Sin ir más lejos, el otro día nos anunciaban el bombardeo de una escuela coránica paquistaní, bajo excusa de que allí se refugiaban talibanes muy peligrosos . Daba igual que la mayoría de las víctimas fueran niños o jóvenes, puesto que ya el previo comentario de la acción justificaba nuestras conciencias: “esos pequeños cuerpos inocentes estaban llamados a convertirse en futuros terroristas”. El reciente asesinato, por ejemplo, de la periodista Anna Politkóvskaya, convertida en el máximo símbolo crítico con la política del presidente ruso con respecto a Chechenia, ha ocupado durante unos días los titulares de los periódicos para que no ocurra absolutamente nada. Ahí sigue Putin permitiéndose perdonarle las vidas a los líderes mundiales, sin que nadie le diga ni pío. O el presidente de China, un país donde se ejecuta y encarcela cotidianamente por el hecho de reivindicar las mínimas libertades democráticas, agasajado por las grandes economías. Y qué decir de Bush, cuya obstinación al servicio de la facción más salvaje del capitalismo americano nos ha llevado a una guerra inútil, injusta y fracasada, tras la que todo será peor. Ahí sigue, tratando de superar sus bajos niveles de popularidad. Lo malo es que con la vida humana nos ocurre lo mismo: sube y baja en nuestro baremo moral con tremenda facilidad. Antes llamábamos resistentes a quienes se oponían, incluso con violencia, a la invasión de sus territorios por tropas extranjeras. Antes había “héroes” que luchaban por los derechos de los más débiles contra los poderosos. Si Che Guevara hubiese registrado la marca de su efigie, su familia sería hoy multimillonaria de tanta camiseta y tanto póster que se han vendido. Que vaya tomando nota Hasan Nasralá, el líder de Hezbolá, cuya foto se exhibe en todos los autobuses, coches, casas y comercios del mundo árabe como el mejor guardián de sus fronteras. Antes eran héroes y ahora son terroristas. ¿Qué ocurre entonces con nuestras conciencias? ¿Se ajustan a las varas de medir que nos brinda el poder o, por el contrario, se acomodan a nuestras conveniencias, seleccionando a los muertos para seguir viviendo sin reparo

LA IGNORANCIA

El desconocimiento de las cosas suele conllevar cierta arrogancia, hasta el punto de convertirse en un peligro para la humanidad. Ocurrió en tiempos de la Inquisición, cuando algunos sostenían que la tierra giraba alrededor del sol y no al revés, y ocurre ahora cuando, a pesar de pruebas fehacientes y amenazadores vaticinios, continuamos ayudando a calentar el planeta y acabar con sus recursos naturales, por medio de todo tipo de detritus contaminante. Aquello que no conocemos no existe. O por lo menos, como agnósticos del medio ambiente, no nos preocupa. E incluso nos permitimos hacer chistes y bromas de cuanto es objeto de nuestra ignorancia. De todas formas, hay colectivos más proclives al fácil chascarrillo que otros. Los hispanos de ambos lados del Atlántico pecamos, por ejemplo, del uso de la descalificación. Recuerdo que cuando le otorgaron el Premio Nobel a Jaroslav Seifert –uno de los grandes poetas europeos del siglo XX-, muchos intelectuales latinos despotricaron públicamente por haber desperdiciado la oportunidad de habérselo concedido a Borges en vez de a un escritor anónimo. “A mi no me suena-fue la frase más común entre los encuestados- así que no debe ser muy allá.” A ciertos sectores de la derecha española le ha pasado lo mismo ahora, con ocasión del último Premio Cervantes. He escuchado y leído varias opiniones que se repliegan en la misma consigna. Es decir, todo lo que se prima, reconoce o dispone bajo este gobierno obedece a intereses espurios movidos por un odio ancestral que su presidente se empeña en revivir. La mayoría de esta gente no sólo no ha leído dos líneas de Antonio Gamoneda, sino que pone en duda su valía literaria por el hecho de ser amigo del padre de Zapatero. O porque, como no podía ser menos, el poeta es de izquierdas y, además, pobre, pasó frío en su infancia y tuvo que trabajar en el carbón y en la oficina. Según sus criterios, al jurado del galardón más importante de la lengua española deberían ponerle cotas: no votar por personas que hayan escrito silenciosamente su obra sin concesiones a la galería y sin alharacas públicas, ni que le unan lazos de amistad con la familia del presidente de gobierno si, al menos, este es socialista.
Ni falta hace decir aquí que Gamoneda es una de las voces más profundas de nuestro tiempo. No hay otro poeta capaz de hablar desde dentro del desgarre humano como él lo hace. Lo que pasa es que siempre navegó a contracorriente de modas e imposiciones estéticas y, tras muchos años de silencio, su libertad se alza sobre todo tipo de sujeciones y prejuicios nacionales. El hecho de que muchos lectores no hayan podido disfrutar de sus versos no es un demérito del poeta, sino de una endogámica cursilería paleta que permanece en nuestro país desde que la instauraron los Reyes Católicos. Se ignoró a Almutamid, lo mismo que a Góngora, a Blanco White o a Cernuda, queriendo hacer de la historia un árbol genealógico lleno de los mismos apellidos. Pero al final, esas personas desconocidas, solas y raras, acaban desterrando ese rancio desdén empecinado en la ignorancia.