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jueves, 31 de enero de 2008

ESTO NO ES CARNAVAL

No soy ni mucho menos de aquellos añorantes de las Fiestas Típicas Gaditanas, cuando los mandamases del franquismo, por aquello del miedo al enemigo, le temían a las máscaras y prohibieron el carnaval, sustituyéndolo por una especie de juegos florales, donde una dama de la nueva alcurnia era coronada entre ripiosos piropos de algún poetastro local. La reina de las fiestas era acompañada por el alcalde o el gobernador civil que, en algún momento, lucían el uniforme de gala con camisa azul incluida. Había baile en el Falla donde, por supuesto, el pueblo se quedaba en la puerta, contemplando como entraba lo más granado de la sociedad. Las agrupaciones brillaban por su ausencia en las calles, pues todas estaban contratadas de antemano para actuar en fiestas particulares y selectos restaurantes. Hasta llegó un momento en que las autoridades locales decidieron trasladar las fiestas a mayo, por aquello de huir de febrerillo el loco, convirtiendo lo que quedaba de carnavalesco en una vulgar feria de pueblo. La gente, sin embargo, esperaba a los coros y chirigotas con la afición de siempre, un entusiasmo que se manifestaba una vez al año para oír en las coplas aquellas metáforas verdusconas que no podían escucharse en la vida normal. Pero llegó el “vaporcito del puerto” y todo lo cambió. Los pasodobles de Paco Alba inauguraron una lírica más lamiosa que popular. De alguna manera, sus forman edulcoraron el gesto disparatado y surrealista (o realista del sur, como decía Roberto Arlt) del carnaval. Las malas o las buenas lenguas –según se mire- decían que las letras se las corregía Pemán. A partir de aquel refinamiento chirigotero comenzó a crecer la comparsa como espectáculo de voces y tipos, donde la luz, el color, la armonía y los efectos tímbricos fueron sustituyendo o dejando a un lado el sonsonete bronquista y esperpéntico que ha caracterizado por encima de todo a nuestros carnavales. Con la llegada de la democracia la caja y el bombo recobró impulso, y los cachetes pintados de colorado volvieron a alternarse en plena calle con el ritmo peculiar de sus cuerpos.

Hace mucho tiempo que Cádiz recuperó su verdadero carnaval, con proliferación de agrupaciones espontáneas o “clandestinas”, echando el ingenio y la imaginación para afuera en calles y plazas. Pero al mismo tiempo estamos asistiendo a un proceso de vulgarización y chovinismo, sustituyendo la cursilada añeja por la chavacanería actual. Por un lado, las letras son cada vez más localistas, no entendiéndose su pleno significado ni en San Fernando. Por otro, la televisión y la esperanza de saltar al estrellato que ofrece la pequeña pantalla se imponen en el espíritu y en las formas de muchos de nuestros comparsistas, y cuando llegan al Falla parecen comportarse como los concursantes de Operación Triunfo ¿Cuándo en Cádiz se ha escuchado tanto falsete como hoy, si solo era un adorno caricaturesco para subrayar determinadas frases musicales? Ahora las falsas octavas se han convertido en la atracción de la copla, creando así un también falso ambiente seudoemotivo que sustituye a la voz y a la gracia natural. Casi todos suenan a Andy y Lucas o, al menos, sueñan con emular su fama. Eso por no hablar del botellón hortera de la ostionada-erizada-pestiñada; del bochornoso espectáculo que nos dieron los presentadores invitados durante las retransmisiones de Canal Sur el pasado año, que sentía uno vergüenza ajena, o de la consigna antológica del mal gusto y del peor patrioterismo chico, esa perlita de "En Cádiz hay que mamar", que resulta que no es de la autoría del pregonero Jesús Quintero, como creíamos hasta hace poco, sino de Antonio Burgos , que últimamente la reivindica como si fuese un verso de Garcilaso. Permítanme que piense que esto será otra cosa, pero esto no es carnaval.