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miércoles, 24 de septiembre de 2008

PATERA EN OTOÑO

Hacía una noche de perros. El otoño recién llegado parecía querer cebarse con nosotros. Una panda de amigos habíamos acordado reunirnos en Puerto Real para despedir el verano. Era lunes y con esa lluvia todo estaba cerrado. Decidimos acercarnos a Cádiz a regañadientes, protestando por la humedad y los desajustes del tiempo. Protegido de la intemperie en un cómodo coche, nos sentimos un poco desgraciados ante el insistente aguacero que, para colmo, nos dificultaba la visibilidad. Al final encontramos un lugar resguardado donde comimos y bebimos. Hablamos de todo y de este cambio climático que nos azota, trayendo agua cuando debe hacer sol y viceversa, y fastidiándonos los planes.

Al día siguiente, me fui a dar un largo paseo por la playa. Me extrañó el trasiego de coches, rancheras y remolques rodando por la arena a toda velocidad. Al llegar a Cortadura divisé una embarcación encallada más allá de El Chato. Parecía una acuarela de Turner entre los nubarrones y las olas rebeldes, y la estampa era bella. Conforme me acercaba, se apoderó de mí un estremecimiento, y un mal augurio me llevó a pensar en lo peor. Los encargados de la limpieza de la playa se esforzaban quizás por borrar los vestigios que a los pocos bañistas que allí estábamos pudieran hacernos la mañana desagradable. El barco, de unos siete metros de eslora, tenía la quilla rota de arriba abajo. Parecía que la cólera de la naturaleza se hubiera ensañado con todos los navegantes, como suele ocurrir con los más pobres. Me asomé a su interior y, por un momento, le puse caras a la realidad. Chanclas, zapatos de mujer, camisetas de niño, chubasqueros rotos, quizás los restos de un naufragio o de una mala noche de verdad. Me dijeron que en esa madrugada habían detenido a dos inmigrantes avispados que habían logrado adentrarse en tierra. Cuando escribo estas líneas aún no sé si ha habido desgracias personales. ¡Qué eufemismo! Llamar desgracia personal a la muerte y no a toda una vida que trata de escapar de la miseria que persigue a gran parte de la humanidad en su propio territorio, hasta el punto de hacerle echar a suerte el tiempo que les queda.

No he podido quitarme de la cabeza la imagen de la ropa y los objetos desordenadamente esparcido por el casco de la patera. A cada zapato le veo su pie y a de cada prenda sucia surge una cabeza llena de esperanza. O quizás sus miradas permanezcan ya para siempre en el fondo del mar.
Hay que ver qué nochecita, nos decíamos los amigos el día anterior, creyéndonos los más infelices del mundo, porque un chaparrón inoportuno nos estropeó en parte la velada. Mientras, un grupo de hombres y mujeres desesperados intentaban sonreírle al temporal y alcanzar nuestra orilla. ¡En una noche como ésta, donde en septiembre llueve sin avisar y algunos restaurantes cierran los lunes de mal tiempo! ¿Qué querrán?