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miércoles, 3 de diciembre de 2008

MEMORIA Y CONSUMO

Si nos ponemos pesados en este país con la memoria es porque se nos va a las nubes con determinada frecuencia. Nunca está de más prevenir contra el olvido, porque una sociedad que cultiva la existencia de lagunas en su recuerdo colectivo está predestinada a la amnesia como mal menor y, en el peor de los casos, a la terrible enfermedad de alzheimer. La memoria es una máquina que hay que engrasar permanentemente con la realidad, si es que no queremos desvirtuarla y que comience a producir imágenes fantasiosas que no tengan nada que ver con nuestra personalidad. Asumir pues la historia social e individual es un ejercicio de saneamiento y de puesta al día, pues no se rompe con nuestro pasado ignorándolo, sino asumiendo sus contradicciones para poder proyectarnos limpiamente al futuro. A la Ley de la Memoria Histórica le están colocando demasiados obstáculos, porque existen muchas personas e instituciones que le tienen pánico a un mañana distinto, donde las piezas que constituyen el mapa de nuestra historia cambien de sitio y ocupen definitivamente el lugar que les corresponde. Solamente, a partir de esa nueva disposición, podremos liberarnos de los rencores escondidos y reconciliarnos con el otro y con nosotros mismos. Recordar es entonces un ejercicio que nos obliga a estar vivos y a hacer justicia permanentemente.

Pero poco se puede pedir a grandes niveles si en la práctica cotidiana no aplicamos la memoria a cuanto nos rodea. A veces nos asustamos por la aparente pérdida de datos, el olvido de nombres y el emborronamiento de determinadas situaciones, y no es más que un problema de atención. Vivimos en una sociedad cada día más despistada, por muchos juegos que intenten vendernos en estas fiestas para entrenar nuestra concentración. Habitamos un mundo de falsos estímulos, donde recibimos demasiadas ofertas al minuto, bajo atractivos colores y sofisticados envoltorios, y en el que no tenemos tiempo para pensar en serio una decisión. Así es el consumo a gran escala, y por eso el silencio, el sosiego y la meditación son sus enemigos de sangre. Incluso la cultura es una industria que nos invita al uso precipitado de sus productos con pronta fecha de caducidad. Estar al día en el ámbito de los libros conlleva el olvido de los clásicos, la lectura rápida y la desmemoria.

¿Qué ocurre con los premios? Aquellos que se suponen serios y que constituyen un reconocimiento al esfuerzo profesional y artístico de toda una carrera se convierten en un espectáculo hollywoodense con alfombra roja incluida, paparazzis y cotilleos. En el último Cervantes, un problema de atención e intención ha vuelto a empañar el lógico desarrollo del más prestigioso galardón de la lengua española. Por edad, obra, méritos y abarcamiento intelectual Caballero Bonald se lo merecía, sin menoscabo de la narrativa de su amigo Juan Marsé, diez años más joven que él. Pero nuestro paisano es un autor “de culto” –etiqueta envenenada y lustrosa-, cuya obra necesita tiempo y sosiego para asimilarla en todas sus vertientes y desde sus más diversos ángulos. Es un autor rebelde y único, que precisamente escribe contra el extravío malintencionado de nuestra memoria y la impudorosa malversación de la historia. Y eso se paga. Estamos en crisis, señores. Hay que volver a consumir y olvidarnos de nuevo.

lunes, 1 de diciembre de 2008

BAHÍA SONORA

La vida de las ciudades españolas ha cambiado sustancialmente en los últimos treinta años gracias a la recuperación democrática, pero también a la puesta en marcha de los mecanismos culturales que toda mudanza política lleva consigo. Pero es curioso que mientras se reivindica la lectura o la visita a los museos como práctica necesaria para el progreso cultural, la música siga ocupando un segundo lugar, al menos en nuestro país. No pasa nada si a un intelectual español no le suenan los nombren de Scriabin o Shostakovich; sin embargo pondríamos el grito en el cielo si no sabe quiénes son Kafka y Rothko. Seguramente todo esto se deba a la herencia de un pasado sordo, donde la educación musical ha sido casi nula en las escuelas, salvo los contados esfuerzos que se llevaron a cabo durante la Segunda República. En el resto de Europa, la música ha gozado del lugar preferente en la vitrina cultural, incluso en los tiempos más terribles de desolación y barbarie humanas. Lo cierto es que la abstracción del arte sonoro hace paradójicamente al hombre más libre y más rico de espíritu, porque una ciudad que suena suele brindar a sus habitantes la ocasión de desarrollar colectivamente su sentido de creatividad.
Cádiz, que durante el siglo XIX tuvo fama de ser uno de los lugares españoles con más tradición musical de nuestro país, llegó en poco tiempo a convertirse en una de las ciudades más desiertas para el melómano. Desaparecidas sus academias, reducido su conservatorio, fulminadas sus bandas de música, minimizados sus conciertos, parecía que todo iba a quedar limitado al carnaval. Hace seis años que la Junta de Andalucía puso en marcha un festival de música en Cádiz.. Se acordó que la música española debía ser la divisa que encabezara dicha muestra, quizás por ser Cádiz cuna de Manuel de Falla, para motivar a los aficionados y promoción de los compositores e intérpretes de nuestro país.
Seis ediciones del Festival de Música Española han servido ya para consolidar una exhibición que cada año va adquiriendo más importancia entre la crítica y los profesionales. El esfuerzo de su equipo, capitaneado por su director, Reynaldo Fernández Manzano, y la voluntad política de la Consejería de Cultura, posibilitan que los gaditanos se reunan diez días al año en torno a importantes conjuntos e intérpretes españoles, cada vez con más calidad y más asistencia. Me llamó la atención la entusiasta acogida por parte del público de Itaun, una obra contemporánea y difícil de Ramón Lazkano, interpretada por la Sinfónica de Euskadi. Ni en el Auditorio de Madrid, ni en el Palau de Barcelona la gente es capaz de seguir atentamente un discurso de estas características y, mucho menos, aplaudirle tan generosamente como en el Teatro Falla. Quiero señalar con esto que el aficionado está abierto a recibir nuevos impactos y que Cádiz es un propicio territorio para desarrollar el arte musical en todos sus estilos y formaciones. Pero es una lástima que toda esta iniciativa se reduzca a dos semanas escasas. El Festival debe ser un acicate para la música gaditana, y una vez desmontado el campamento, las instituciones deberían continuar manteniendo una política musical adecuada durante el resto del año.

Sería deseable que la Orquesta Manuel de Falla tuviera una presencia mayor y continua en nuestra provincia, organizando una serie de conciertos de temporada, con arreglo a un criterio de programación, donde el aficionado pudiese abonarse, incluso colaborar estrechamente en una especie de sociedad filarmónica, y así sentirse partícipe de la formación. También las orquestas andaluzas podrían visitarnos durante todo el año y no solamente durante el Festival. Es importantísimo, por otra parte, que el Conservatorio logre el grado superior, ya que así todas las asignaturas e instrumentos se impartirían en la ciudad, creando una cantera suficientemente preparada de jóvenes músicos para formar nuevos conjuntos. Y, en definitiva, es necesario promover y ayudar a gestionar desde la administración cualquier iniciativa ciudadana que ofrezca una mínima calidad para la promoción de la música.

Tuve la suerte de participar en las reuniones y conversaciones que antecedieron al primer festival, y desde el primer día insistí en la idoneidad histórica, geográfica y cultural de la ciudad de Cádiz para poner en marcha en una muestra española e iberoamericana. Ahora, de cara al Bicentenario de la Constitución de 1812, donde tan definido papel tuvieron los países de América Latina, sería el momento de escuchar en Cádiz el Sensemayá del mexicano Silvestre Revueltas, los Choros del brasileño Heitor Villa-Lobos o El nuevo tango del argentino Astor Piazolla. La inclusión de compositores e intérpretes iberoamericanos en el Festival enriquecería a los asistentes, fomentaría nuestro papel de puente entre las dos orillas atlánticas y nos otorgaría cartas credenciales americanas ante Europa. Es una ocasión que no debemos perder y que el mundo de la música nos agradecería para el futuro: una bahía sonora -como uno de los títulos de la escritora colombiana Fanny Buytrago, que cante todo el año con acento de ida y vuelta.