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miércoles, 10 de octubre de 2007

SALVOCHEA Y EL CHE

Es curioso que en menos de quince días se hayan cumplido los aniversarios de la muerte –cien y cuarenta respectivamente- de dos iconos de la revolución social: Fermín Salvochea y Ernesto Che Guevara. Salvando el alcance mediático de cada uno de ellos, los dos incrustaron un pórtico en sus vidas con la máxima común de liberar al ser humano de cualquier tipo de esclavitud, sin importar raza, religión o nacionalidad. Nuestro héroe local trascendió los límites que le otorgaba su bastón de mando como alcalde de la ciudad de Cádiz para exportar sus ideas libertarias al resto de España. Allí donde exista un oprimido-decía- se desata el espíritu de la lucha por la humanidad. El guerrillero argentino, por otra parte, se caracterizó por no conformarse con la conquista de ninguna parcela que no condujera a la revolución universal. Podía haberse acomodado en Cuba, gozando de una privilegiada posición como héroe de una nueva izquierda y vigilante del nuevo ensayo revolucionario que atrajo todas las miradas de la izquierda internacional, pero prefirió continuar con su trabajo de guerrillas fuera de los despachos ministeriales, sin importarle lenguas ni fronteras, alternando, eso sí, su enorme noción de la utopía con el abultamiento de una mítica personalidad que, tarde o temprano, conlleva una dosis de arbitrariedad en el ejercicio del poder.
Salvochea no rozó ni por asomo el nivel de marca registrada que caracterizó el nombre del Che. Eran otros tiempo y su carácter estaba más cerca del anonimato que del protagonismo histórico. Pero al margen de los aciertos y errores que ambos personajes pudiesen cometer en el intento de aplicar sus ideas, brillaba una por encima de todas, que se significó por su alcance planetario. Esa creencia en la humanidad como única patria tenía un enemigo común que se atrincheraba bajo el baluarte del nacionalismo, engatusando a sus soldados con conceptos engañosos y hueros, que les llevaban a desviar el verdadero motivo de su combate: no luchar por la propia emancipación como persona, sino por el presunto orgullo de pertenecer a un determinado lugar del mundo, chico o grande. Lo importante es que esa gente se confundiera de bando y acabase disparando a sus propias filas. El nacionalismo siempre ha pretendido inventar un ogro fuera de casa, que pretende acabar con sus inquilinos, con su hogar y sus posesiones. Por eso, lo primero de todo es hacer piña con el casero y continuar pagándole el alquiler sin rechistar, por muy alto que éste sea. Es el antídoto contra cualquier veleidad de expansión libre que se instale en el ser humano. El nacionalismo vuelve manso a sus huestes, haciéndoles creer que son espíritus rebeldes: “entonen himnos y ondeen banderas contra los de allí, mientras aquí os chupamos la sangre”. Por eso, Che Guevara y Fermín Salvochea nos advirtieron de que el nacionalismo siempre fue de derechas y jamás podrá ser de izquierda. Es más, cuando esa izquierda echa mano de las consignas y argumentos nacionalistas es que se está apartando de su propia razón de ser y, por tanto, aproximándose a las ideas conservadoras, como ha ocurrido con los regímenes comunistas atascados en su propia estatificación. O en presuntos grupos izquierdistas que anteponen la barretina o el chistu a la grandeza de la libertad. Así que ojo con el casero.

martes, 9 de octubre de 2007

EL SANTO CALOR

Está claro que una de las diferencias más notables entre el norte y el sur es la temperatura. El frío y el calor no sólo influyen en las costumbres cotidianas de sus respectivos habitantes, sino en los más recónditos aspectos del comportamiento, desde la economía hasta la sexualidad. Entendemos que tanto los largos anticiclones como las insistente borrascas incidan, por ejemplo, en la manera de comer o en la forma de llevar la gorra, pero es más chocante que determinen los sentimientos religiosos de toda una comunidad. Uno se imagina que a Dios debe darle lo mismo los cuarenta grados del verano andaluz que los gélidos parajes de los fiordos nórdicos. Pensará que cada uno se las apañe como pueda para hablar con la Providencia, pues él ya ha hecho lo suficiente con traernos al mundo, no importa a qué parte. La realidad es que el frío invita a quedarse en casa y a mantener sosegadas y profundas conversaciones con el contertulio, ya sea un amigo o el mismísimo creador. El calor, sin embargo, anima a salir a la calle hasta altas horas de noche y proclamar la fe a los cuatro vientos, bien en forma de romería, verbenas o procesiones. Que se lo digan a Cádiz si no, que en lo que va de verano ha coronado a vírgenes, exclamado pregones y mecido imágenes por sus calles, como un mágico estiramiento de su Semana Santa, y uno no sabía de pronto si ponerse el bañador o el capirote.
Se han escrito muchas páginas ensalzadoras del extrovertido carácter andaluz y de la exaltación de su expresión religiosa. Y todo por el calor. Si nos fijamos bien, la mayoría de las manifestaciones populares andaluzas tienen que ver con la religión, y en todas ellas la Iglesia regentea, aunque a veces las autoridades episcopales reprendan a sus fieles por un excesivo profanamiento de la tradición. Resulta lógico que los pastores se preocupen por el rumbo de su rebaño. Lo que no encaja muy bien es que todo este tipo de acontecimientos sean promovidos, subvencionados y multiplicados por las administraciones locales o comunitarias, que se suponen que velan por los intereses de una sociedad laica como la nuestra. No hay una televisión pública en el mundo donde se le conceda tanto espacio a curas y capillitas como en Canal Sur, para después que vengan a reclamar objeción de conciencia ante una tibia asignatura, en la que pueden también mangonear, como en las procesiones. Deberían los responsables de la emisora autonómica comenzar una verdadera “educación de la ciudadanía” demostrando a sus telespectadores que la verdadera cultura andaluza va más allá de un Jueves Santo, un Rocío, un Corpus o una cofradía que se echa a la calle en pleno verano para conmemorar la erradicación de la peste hace 325 años, y objetar ya de una vez por todas. Será el santo calor.

UMBRAL

Cuesta en el día de hoy empezar una columna periodística sin rendir tributo a uno de los padres del género cuando se acaba de morir. Como a los hijos, la muerte real del patriarca nos abruma la conciencia, aunque en vida hayamos intentado matarlo simbólicamente varias veces, por aquello de conquistar nuestra independencia. Muchos somos los periodistas españoles que hemos aprendido el oficio a la sombra de las palabras de Francisco Umbral, y también muchos –o tal vez los mismos- los que hemos dudado de su coherencia profesional, quizás por el hecho de haber regalado lisonjas y piropos a personajes y propuestas políticas que, en un principio, fueron desdeñadas por la aspereza de su pluma. Lo cierto es que hasta sus más agrestes bandazos ideológicos han sido expuestos sobre el papel con sagacidad e ironía, provocando una sonrisa incluso en los adversarios a sus nuevas posiciones. Les dio la mano a todos y al rato renegó de ellos, así como abrazó de pronto a quienes había menospreciado por su pasmosa vulgaridad. Ahí están sus artículos diarios, fechados desde los tiempos del franquismo, donde adoptó una postura ecléctica, que fue incluso castigada desde el poder de entonces por su eclecticismo, hasta las peanas y monumentos metafóricos al “esperado” Aznar, que venía a salvarnos de los despropósitos de su también admirado González, “artífice de la modernización”, “estadista de primera”, quien había enterrado para siempre la “ambigüedad alcanforada” de Suarez, “prohombre de España y llave de la libertad” (El entrecomillado es hemeroteca). Umbral es ante todo memoria de la reciente historia española, y como catalizador cotidiano de los hechos que constituyen ese fragmento memorístico, ha jugado a esta especie de travestismo sin más pudor que el de ofrecer a sus lectores un reflejo de una sociedad cambiante y variopinta, anatomizada tal vez en su persona.
“Iba yo a comprar el pan…” Toda una generación recuerda ese preludio como el principio de la misa. A partir de ahí toda una fila de personajes de actualidad desfilaban por el artículo con la misma fluidez que el Cid Campeador o Felipe II por los libros de historia. Supo aunar literatura y periodismo con naturalidad, porque él era escritor y periodista como consecuencia de una mirada y oído que radiografiaba y auscultaba íntimamente a la sociedad de su tiempo. Se decía que si tu nombre no salía en negritas en la columna de Umbral no eras nadie, y así se formaba un corro de subdiáconos y monagos por donde pasaba, desde las tertulias del madrileño Café Gijón hasta el distinguido Club XXI. Todo ese incienso y boato le fue haciendo más áspero y ansioso, hasta acusar de conspiradores a quienes no acababan de laurear su labor literaria. “Al fin hemos ganado” le dijo a Pedrojota cuando le concedieron el Cervantes. ¿Quiénes a quiénes? Hoy, si nos contempla ya desde el inmortal Parnaso, seguro que se ha encontrado con Rilke y le habrá sugerido aquel verso final de su Réquiem para el poeta Wolf von Kalckreuth: “¿Quién habla de victorias? Sobreponerse es todo.”

BARBACOAS

No hay asunto que le siente peor a un político que tomar una medida impopular, por más justa y necesaria que esta sea. El miedo a la crítica ciudadana y a la posible pérdida de votos en las siguientes elecciones le hace comulgar con ruedas de molino antes de llevarle la contraria a la opinión mayoritaria. Confundiendo el ejercicio de la democracia con el aplauso diario y la posición en el termómetro de la popularidad, muchos de nuestros representantes se dejan arrastrar por aquello que llaman la expresión profunda del pueblo, contraria a veces a los intereses generales del ecosistema, a los principios elementales de la civilización o simplemente al buen gusto y las buenas costumbres. De esta manera, se promueven, desde los poderes autónomos y municipales, espectáculos que dañan el paisaje urbano y el oído de los vecinos, fiestas patronales que lindan con el sadismo y la salvajada, masivas romerías contaminadoras de espacios protegidos y todo tipo de chabacanerías en nombre de una pretendida raíz popular que, en la mayoría de los casos, no resistiría el más mínimo estudio antropológico.
La tradición de las barbacoas del Trofeo Carranza, por ejemplo, es de antesdeayer, bastante más corta que la de la competición deportiva. Los gaditanos que tenemos más de cuarenta años recordamos el Trofeo como un acontecimiento relativamente tranquilo, donde la gente que no iba al fútbol se paseaba por las cercanías del estadio, al olor de los pinchitos morunos y las sardinas que se asaban en los chiringuitos ambulantes montados para la ocasión. En la playa, algunas familias prolongaban el día agosteño hasta que terminaran los partidos nocturnos. De pronto, esta sana costumbre que no hacía mal a nadie se institucionalizó y ahí la cagamos. En nombre de no sé que costumbre ancestral, a los gaditanos le dieron un trozo de carbón y una sardina y le conminaron a celebrar los goles marcados y recibidos por el equipo local a golpe de barbacoa. Ruidos, basuras, vidrios rotos, cenizas, colillas y una peste insoportable a pringosos asados invade desde entonces kilómetros de arena una noche cada verano, pese a los ya demostrados perjuicios que la graciosa algarabía causa en el litoral. Eso sin contar el lamentable espectáculo de un magno botellón de mal gusto y peor resultado.
Ni el Ayuntamiento, ni Demarcación de Costas hablan claro, ni se atreven a solucionar el problema de una vez, que sería prohibiendo un festejo gregario, insulso y hortera que no conduce más que a acabar para siempre con la blancura y limpieza de nuestras playas, de las que tanto alardeamos cuando llega la hora de la autocomplacencia local. En vez de gastar dinero en consejos preventivos que no sirven para nada, porque al ciudadano no se le educa una vez al año por medio de cartelones, a ver si todos los políticos implicados en este asunto tienen el valor de apelar al sentido común y atajar el tema del tirón, explicándole a los gaditanos el porqué de esta decisión “impopular”, sin temor a la inmediata pataleta, a las gacetillas de turno o a la presunta fuga de votos. Hablando claro nos entendemos todos, y la ciudadanía es la primera en asumir sus intereses si se les sabe explicar con raciocinio. Lo demás es demagogia barata y populismo de la peor calaña.

BICENTENARIO TERAPÉUTICO

No se trata ni de dejarse la propia piel –que es la de todos los gaditanos- en la rehabilitación del Castillo de San Sebastián –que dice la alcaldesa-, ni de montar una feria de vanidades y escaparates para el Bicentenario, sino de dar el salto cualitativo para dejar, de una vez por todas, de ser chapuzas y cutres. Cádiz y toda su provincia se merecen estar a la altura de las circunstancias, y para eso deben llevar a cabo en su conjunto una profunda revisión de sus males endémicos: es decir, de sus complejos, traumas y carencias que imposibilitan su avance social, económico y cultural, hasta el punto de haber hecho de la zona una de las bolsas de desempleo más abultadas de Europa.
De nada nos valdría la celebración de 1812 sin la convicción auténtica de que Cádiz debe transformarse en un espacio estratégico para el futuro de las relaciones internacionales a las que el mundo global está llamado. Su situación en la historia y en el mapa geopolítico no puede ser más privilegiada: puente entre Europa y África, portal americano, piedra angular de toda la cuenca mediterránea y faro atlántico para una civilización más abierta y luminosa, donde priven los intereses humanistas y culturales sobre los meramente crematísticos. Para apuntarse a la cultura del cambio hay que estar convencido y dispuesto a dejar atrás todo aquello que nos ata a una falsa tradición, impidiéndonos el libre avance como ciudadanos universales. Muchas veces, desde el poder y desde el fondo de nosotros mismos, alimentamos determinados aspectos y conductas que nos definen como grupo, creando así un círculo local autocomplaciente donde mirarnos constantemente el ombligo: círculo de orgullos y lamentaciones a la vez, trampa de la nostalgia que nos retiene y nos amolda. Por eso es necesario que todas las instituciones políticas, colegios profesionales, entidades culturales y ciudadanos independientes que integran las comisiones y mesas del Bicentenario tengan en cuenta y asuman este reto común, terapia necesaria para que Cádiz no se permita perder la oportunidad única de situarse a la cabeza de todas sus potencialidades, olvidadas tal vez por un cierto desdén colectivo, una especie de conformidad y aburrimiento que durante muchos años han dominado gran parte de nuestro carácter, al margen de las archisabidas simpatías y generosidades que nos otorga merecidamente cualquier guía turística.
Lo peor es empezar la casa por el tejado. Inversiones, estructuras, carreteras, trenes de alta velocidad y monumentos son absolutamente necesarios para crear ese nuevo edificio, pero si no lo sabemos rellenar de un contenido solidario y humano, constantemente cambiante y, al tiempo, generador de ideas, progresista y dinámico, las fechas de 1912 servirán sólo para recordar lo que fuimos hace dos siglos, y no como punto de partida para la libertad futura. Por eso no es nada bueno ni las racanerías por parte de las instituciones, ni los aprovechamientos partidistas, pues poco va a implicarse el ciudadano de a pie en algo que nace cojo desde el principio. Es mucho más importante la autocrítica que el triunfalismo. Es más, sin lo primero seguiremos siendo una sociedad gregaria y chovinista. Con lo segundo elevaremos al cubo nuestras dolencias.