Vistas de página en total

jueves, 5 de julio de 2007

CHICUCOS

No soy nada nacionalista y trato en lo que puedo de sacudirme el pelo de la dehesa, o sea el tufillo localista o provinciano que a todo el mundo le queda por los abrigos, aunque haya nacido en Madrid, París o Nueva York, depende. Por ejemplo, no me importa y hasta me parece lo mejor de Teófila Martínez que sea montañesa, como los chicucos de las tiendas de ultramarinos, que los llevaban a Cádiz desde el norte por un plato de habichuelas y una cama que ni siquiera era cama, sino un montón de sacos de patatas donde las criaturas dormitaban añorando los Picos de Europa. A los chicucos se les distinguía por el acento, el babi marrón y las orejas despegadas y rojas, de los tironazos que el dueño del almacén les asestaba para que aprendieran de una vez por todas el oficio. Con suerte, si el jefe no tenía hijos y nadie le ofrecía un traspaso considerable por el negocio, el servil pupilo podía aspirar en el lejano futuro a quedarse como encargado. Eso sí que era un convenio. Pero como iba diciendo, lo que menos me molesta de Teófila es que sea chicuca. Es más, creo que lo debería reivindicar en las próximas elecciones, que de cara a 2012 puede vender ese espíritu cosmopolita. Aunque dudo mucho que, ni por asomo, la cántabra corregidora haya tenido que amoldar su cuerpo a las papas, ni siquiera por una noche. Tampoco me importa e incluso disfruto con que nuestras ciudades estén cada día más pobladas de extranjeros y razas variopintas. La verdad es que tampoco me apetecería ver la calle Columela como Ceuta, llena de escaparates de tomavistas y calculadoras, tabaco y güisqui, aunque si pensamos en algunos comercios existentes, no sé qué sería mejor.
Cuando antes viajábamos por los metros de París o Londres nos maravillábamos con el calidoscopio humano que formaban los múltiples matices de la piel. España era gris entonces, hasta en los uniformes de la policía. Hoy sin embargo protestamos cuando nos cruzamos con una elegante mujer saharaui, de esas que enrollan su cuerpo con sedas naranjas o azulinas, y que, como el viento de Levante, se pasean por nuestras calles siguiendo las leyes más elementales de la naturaleza. Me gustaría también que los bares de Cádiz respondieran a esta mezcolanza cultural imparable. ¿Saben los gaditanos que la tempura japonesa, consistente en verdura y langostinos rebozados, es una variante de nuestro pescaito frito? Los primeros misioneros del Japón, jesuitas andaluces, enseñaron a freír de una determinada manera a los nuevos feligreses para guardar vigilia por las témporas, de ahí el nombre. Y con el pescado que hay en Cádiz, se imaginan el sushi y el sashimi que podrían resultar de nuestras urtas y caballas. Pero lo que ya no me entusiasma es que al Cádiz o a cualquier equipo local lo vendan a otro club como si se tratara de un contenedor de neumáticos. Por mucha globalización que exista, no me imagino al Cádiz entrenando en Shangai o al mando de los murcianos, como no me molan los ayuntamientos profesionales, esos que se nutren de una cuadrilla de ejecutivos foráneos dispuestos a gestionar el municipio como si fuera la empresa de un gran holding que, a la larga, hace caja colectiva. A este ritmo comenzaran pronto a cambiar de lugar a los ciudadanos según les convenga y nos tirarán de las orejas como a los chicucos.

IDENTITARIOS

Los nacionalismos suelen fundamentar su razón de existir en aquello que les diferencia del vecino. Para subrayar el hecho diferencial, los más interesados rebuscan con ahínco en el saco de la historia con el fin de encontrar costumbres, tradiciones y caracteres genéticos que, paradójicamente, convierta a los miembros de la comunidad en más iguales entre sí. Es lo que se llama identidad o, para más retorcimiento léxico, hecho identitario. De los tesoros más preciados que pueden hallarse en ese saco, hay dos que brillan sobre todos los demás, ya que parecen otorgar carta de naturaleza a las vindicaciones de autogobierno, independencia, nación y estado. Uno es la lengua y otro es la religión: dos códigos de conducta lo suficientemente recios como para dar confianza moral a quienes se rigen por sus normas y sistemas y, por tanto, tótemes adorados por jerifaltes y sacerdotes que aspiran a convertirse en doctos y santos regidores de la nueva administración. De ahí ese empeño en limpiar el ámbito lingüistico de interferencias y cohabitaciones, ya que de su hegemonía y preponderancia dependerá en gran medida el futuro político de su territorio. La religión, por otra parte, ha dividido y sigue dividiendo al planeta, hasta el punto de trazar fronteras antinaturales que fomentan el odio y la intransigencia, lejos así de su primigenia función, que es la de establecer un vínculo directo entre lo humano y lo divino, capaz de conducir a la paz de espíritu. Si a idioma y religión le añadimos la raza, ya tenemos el cóctel perfecto del nacionalista.
Me acuerdo de un dirigente andalucista al que convencí, en tiempos de la transición, de la importancia de reivindicar el mozárabe como lengua oficial de nuestra futura autonomía. Me inventé algunos datos en una noche de copas, y cuál no sería mi sorpresa cuando al día siguiente recibí una seria llamada telefónica para organizar una reunión sobre el tema con destacados militantes de su partido. Lo mismo me ocurrió con un participante a las reuniones preparatorias del Congreso de Cultura Andaluza. Nos pusimos alegres ensalzando nuestro pasado árabigo, y acabó postrado ante la puerta de la Mezquita de Córdoba. La cosa cuajó: fundó un nuevo partido y se hizo musulmán. No es por nada, pero había sido cura anteriormente. Todo sea que a alguien se le ocurra en nuestro entorno gaditano rescatar la lengua fenicia y reavivar el culto a Gerión o a Hércules, que alguna buena tajada seguro que saca.
¿Pero qué le vamos a pedir a los de la patria chica cuando una buena parte de los socios europeos se resisten a permitir que en el Tratado de la Unión se hagan referencias al himno, la bandera o la moneda común? ¿Tenemos verdaderamente miedo los ciudadanos a perder nuestras identidades nacionales o, por el contrario, es un pertinaz interés de los administradores de turno en conservarlas? ¿Qué ocurriría con Al-Qaeda si sus seguidores optaran por la libertad de conciencia y desapareciera la creencia en la recompensa paradisíaca para los terroristas suicidas? El nacionalismo como ideología política suele ser incompatible con el sentimiento universalista del ser humano, consistente en abrazar todas las lenguas, eliminar fronteras y cuestionar todos los dogmas, religiosos o no.