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jueves, 5 de julio de 2007

IDENTITARIOS

Los nacionalismos suelen fundamentar su razón de existir en aquello que les diferencia del vecino. Para subrayar el hecho diferencial, los más interesados rebuscan con ahínco en el saco de la historia con el fin de encontrar costumbres, tradiciones y caracteres genéticos que, paradójicamente, convierta a los miembros de la comunidad en más iguales entre sí. Es lo que se llama identidad o, para más retorcimiento léxico, hecho identitario. De los tesoros más preciados que pueden hallarse en ese saco, hay dos que brillan sobre todos los demás, ya que parecen otorgar carta de naturaleza a las vindicaciones de autogobierno, independencia, nación y estado. Uno es la lengua y otro es la religión: dos códigos de conducta lo suficientemente recios como para dar confianza moral a quienes se rigen por sus normas y sistemas y, por tanto, tótemes adorados por jerifaltes y sacerdotes que aspiran a convertirse en doctos y santos regidores de la nueva administración. De ahí ese empeño en limpiar el ámbito lingüistico de interferencias y cohabitaciones, ya que de su hegemonía y preponderancia dependerá en gran medida el futuro político de su territorio. La religión, por otra parte, ha dividido y sigue dividiendo al planeta, hasta el punto de trazar fronteras antinaturales que fomentan el odio y la intransigencia, lejos así de su primigenia función, que es la de establecer un vínculo directo entre lo humano y lo divino, capaz de conducir a la paz de espíritu. Si a idioma y religión le añadimos la raza, ya tenemos el cóctel perfecto del nacionalista.
Me acuerdo de un dirigente andalucista al que convencí, en tiempos de la transición, de la importancia de reivindicar el mozárabe como lengua oficial de nuestra futura autonomía. Me inventé algunos datos en una noche de copas, y cuál no sería mi sorpresa cuando al día siguiente recibí una seria llamada telefónica para organizar una reunión sobre el tema con destacados militantes de su partido. Lo mismo me ocurrió con un participante a las reuniones preparatorias del Congreso de Cultura Andaluza. Nos pusimos alegres ensalzando nuestro pasado árabigo, y acabó postrado ante la puerta de la Mezquita de Córdoba. La cosa cuajó: fundó un nuevo partido y se hizo musulmán. No es por nada, pero había sido cura anteriormente. Todo sea que a alguien se le ocurra en nuestro entorno gaditano rescatar la lengua fenicia y reavivar el culto a Gerión o a Hércules, que alguna buena tajada seguro que saca.
¿Pero qué le vamos a pedir a los de la patria chica cuando una buena parte de los socios europeos se resisten a permitir que en el Tratado de la Unión se hagan referencias al himno, la bandera o la moneda común? ¿Tenemos verdaderamente miedo los ciudadanos a perder nuestras identidades nacionales o, por el contrario, es un pertinaz interés de los administradores de turno en conservarlas? ¿Qué ocurriría con Al-Qaeda si sus seguidores optaran por la libertad de conciencia y desapareciera la creencia en la recompensa paradisíaca para los terroristas suicidas? El nacionalismo como ideología política suele ser incompatible con el sentimiento universalista del ser humano, consistente en abrazar todas las lenguas, eliminar fronteras y cuestionar todos los dogmas, religiosos o no.

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