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jueves, 20 de noviembre de 2008

DIEZ AÑOS YA, QUIÑONES

El mejor regalo que se le puede hacer a un escritor es leer sus libros. El artista en su obra suele reflejar la parte más auténtica de sí mismo, aunque trate de camuflar su alma entre bambalinas, tramoyas y personajes ficticios. “El poeta es un fingidor”, decía Pessoa, pero en cuanto inventa la vida de los otros para esconderse en el fondo de sus corazones. Por tanto, no tiene que ser verdad lo que se cuenta, sino transmitir un sentimiento de veracidad. En muchos escritores, vida y obra no han corrido siempre en sentido paralelo; en otros, sin embargo, es imposible separar la experiencia real de la imaginada. Hace diez años que Fernando Quiñones abandonó este mundo, pero no nos dejó para siempre, porque en su obra permanece su voz y su figura. Es imposible para los que lo conocimos no escuchar su grave timbre marinero, entre dramático y mordaz, o recordar el movimiento de sus ojos saltones mientras se leen sus párrafos o se rememoran sus versos. Tengo la sensación de que a quienes no tuvieron la suerte de conocerlo personalmente, también se les presenta su estatura vital cada vez que abren uno de sus libros. Suelen ocurrir estas cosas con aquellos hombres que han vivido y escrito con la misma pasión: su obra se convierte entonces en espejo de ellos mismos, cuando no en una prolongación de sus propios gestos cotidianos.

Para Quiñones la literatura era tan importante como la vida, incluso más que el sueño. Detrás de la imagen de bohemio que él mismo y sus propios amigos ayudaron a cultivar, se escondía un escritor disciplinado, dispuesto a enfrentarse a la página en blanco antes de despuntar el alba, empeñado en corregir hasta el infinito un verso, una palabra, una cadencia. Hacía todo esto sin petulancia, sin dárselas de nada, con el afán tan sólo de decir su propia verdad, al margen de las modas y los cánones literarios que toda sociedad impone a sus artistas, y que de una u otra manera todos se afanan en asumir. Quizás Quiñones intentó ir por libre y la libertad se paga con la vil moneda del olvido. La obra del escritor gaditano, tanto en verso como en prosa, está por encima de mezquinos intereses literarios y el tiempo la pondrá en su sitio, si es que no está ya en el adecuado lugar que le corresponde y somos nosotros los descolocados. Su poesía se anticipó a su época y se salió por la tangente de los patrones de su generación. Nadie escribía en España versos con la elegante retorcida retórica de Eliot o con la libérrima construcción de Pound. Sus relatos nos recuerdan lo mejor de Hemingway y parecen nacidos de un socio de Faulkner, por su precisión, sus temporalidades y el recurso natural de hacer de su entorno inmediato un universo participativo. Cádiz fue para él lo que Yoknapatawpha para el escritor americano, pero también Macondo o Comala, para García Márquez o Rulfo.
La gaditana Amalia Vilches acaba de reconstruir la vida de Fernando Quiñones en un voluminoso libro que ha subtitulado como Las crónicas del hombre (Alianza Editorial, 2008). Es un trabajo monumental que ha construido ella sola, con la constancia que aprendió de su maestro y con la paciencia de quien se empeña en entretejer los retazos de la historia para que no se olviden y para que no nos olvidemos. Es el mejor regalo en esta década sin Fernando, pero con su voz acompañándonos, haciéndonos pensar y reír al mismo tiempo.