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viernes, 9 de mayo de 2008

LA BANDERA Y EL PÁJARO

Todos los nacionalismos se caracterizan por escarbar en los sentimientos pasionales de sus ciudadanos, extrayendo de ellos todo lo que les identifique con el vecino más próximo y, al mismo tiempo, lo que les diferencie de los más lejanos. A esto se le denomina en términos correctamente políticos concepto identitario o hecho diferencial, pero en el lenguaje de la razón siempre se le ha llamado paletería, reduccionismo o estrechez de miras. Los nacionalismos casi siempre han sido de derechas o, para ser más exactos, de índole conservadora, ya que la izquierda lo ha utilizado como reclamo en sus momentos más inmovilistas y antidemocráticos. Si lengua, religión e ideología han conformado la vértebra interna del pensamiento nacionalista, la bandera ha sido su símbolo más externo y visible. Desde tiempos remotos, una tela ondeando en un mástil, con dibujos o colores distintivos de una grupo o pueblo determinado, ha servido de enseña por la que se ha discutido, peleado o hasta dado la vida. La bandera ha superado su medio simbólico para convertirse en un fin, y eso me parece perverso, como ocurrió con la parábola del becerro de oro.
En los países de tradición democrática, la bandera no pasa de ser un distintivo, que se exhibe en los organismos oficiales, en los congresos internacionales y en los desfiles militares. No tengo noticias de ningún noruego o sueco que haya perdido un minuto de su vida por discutir el tamaño o el color de sus insignias. Sin embargo, en países y comunidades necesitados de fobia patria para sobrevivir como tales, se recurre a la bandera como fuerza y honor colectivos. Ocurre en Estados Unidos, cada vez que el gobierno de turno necesita el apoyo de sus ciudadanos para emprender una invasión, o en los estados dictatoriales y corruptos, cuando requieren del fervor de su gente para justificar su despotismo frente a la agresión de un presunto enemigo.
En España sabemos mucho de banderas, e incluso se ha derramado bastante sangre por defender a unas y a otras. Cada Comunidad Autónoma tiene su enseña y el Estado, a su vez, la suya, pero hay veces que en su nombre se cae en el nacionalismo más exagerado de todos. Creo que no es de recibo criticar a los catalanes o a los vascos por sus empeños nacionalistas y agarrarse al españolismo como dogma histórico, por encima de todas las creencias subjetivas. Ha costado mucho, y sigue costando, que las distintas banderas del Estado compartan lugar y gente. No viene a cuento entonces los espectáculos banderiles montados por los ayuntamientos de Madrid o Cádiz, en los que se quiere demostrar ser más patrióticos que nadie.
La flamante y monumental bandera levantada en nuestra ciudad tiene problemas con el viento, porque en Cádiz no corre al gusto de sus dirigentes locales. La ciudad de la libertad, de la que tanto se alardea cuando conviene, se merece un símbolo más universal y unitario. Incluso el paño azul de Europa con su circunferencia estrellada se quedaría corto. El Cádiz del futuro debe ofrecer una bandera que represente a toda la humanidad, como el mar que lo rodea, paradoja de esperanza y fatalidad para tantos seres humanos que se aventuran a su corriente para encontrar una vida mejor. Menos mal que esa bandera desproporcionada está compensada a pocos metros por un pájaro arriesgado y valiente, como el talento de su escultor –Luis Quintero- que nos recuerda la dualidad humana entre el vuelo y la jaula.