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miércoles, 9 de abril de 2008

ORATORIA

Con motivo de la sesión de investidura del candidato a Presidente de Gobierno, la diputada de Coalición Canaria recordaba con nostalgia los históricos discursos de antaño que quedaron como ejemplos de la oratoria española, un género literario ya extinguido por el imperio de la prisa, la información, la falta de lectura, el poco rigor en el discurso y, en definitiva, el escaso conocimiento de la lengua. Tanto los diputados de las Cortes de Cádiz, como los de la Gloriosa, la Segunda República o los periodos parlamentarios que permitieron la dinastía monárquica se significaron por su acertado manejo del discurso y los resortes del lenguaje que, unas veces para bien y otra para mal, embelesaban los oídos de sus representados como si estuviesen escuchando una radionovela. Castelar, Ayala, Pi y Margall, Cánovas del Castillo Indalecio Prieto, Manuel Azaña, Pablo Iglesias y tantos otros han hecho del diario de sesiones de sus respectivas cortes una verdadera antología del buen decir y pronunciar, tirando de todo tipo de metáforas y haciendo gala de una exposición bien planteada que, seguramente, tenía como esperanza ocupar un buen lugar literario en nuestra historia política.

Aquellos oradores no leían y apenas llevaban un papelito con dos o tres notas escritas. Los discursos se ensayaban frente al espejo y se dejaba ejercitar la memoria, como un pozo sin fondo, de donde se podían extraer las mejores respuestas para el momento preciso. Casi todo había que llevarlo muy trillado, repartido equitativamente por el sistema neuronal, sin base de datos, asesores urgentes, mensajes instantáneos ni internet que valieran. Se hablaba de puertas para adentro, al tic-tac de los taquígrafos y ante los sudores de los reporteros de las prensa escrita, que se esforzaban por captar a lápiz el esplendor de los debates con máxima fidelidad. Hoy se habla para afuera, cosa que estaría muy bien si cada orador fuera consciente de que los asuntos parlamentarios hay que decidirlos con la mecánica del parlamento, por medio de la conversación, el diálogo y el acuerdo, haciendo poco caso a la superficie, es decir, yendo al fondo de los problemas y conflictos, por muy áridos que estos les resulten al ciudadano medio.

Un rostro con una cámara de televisión delante deja de comportarse de manera natural, y automáticamente comienza a fabricar la imagen de sí mismo que quiere ofrecer a los demás. La forma de su exposición sufre sensiblemente un cambio de nivel al hablar más para los teleespectadores que para sus colegas. En un momento todo se convierte en un programa de televisión, donde el arma más peligrosa y detestable es la demagogia, ese recurso que cuenta al pueblo lo que quiere oír o lo que conviene que escuche. El primero que sufre es el lenguaje, tanto en forma como en fondo. La pasada legislatura fue una muestra del peor uso de nuestro idioma y, por ende, de nuestra educación. Lugares comunes, tópicos, refranero equivocado, desmembrada sintaxis, insultos, retórica barata, y torpe vocabulario estuvieron presentes en nuestro parlamento, cuya acepción principal, no lo olvidemos, es la acción de parlamentar, es decir, de hablar correctamente. Que la mano tendida hacia el diálogo, por parte del candidato a presidente en este nuevo período sirva al menos para eso.

JACINTO MATUTE

Quizás sea una exagerada pretensión provinciana hablar de una escuela pianística gaditana, entre otras cosas porque en la actualidad nuestra provincia carece de la suficiente tradición musical capaz de imprimir sello y estilo a sus aficionados e intérpretes. Pero lo cierto es que a lo largo del pasado siglo se sucedieron o dieron cita en la ciudad de Cádiz una serie de pianistas de primera fila que, a su vez, fueron creando un magnífico alumnado. A la sombra universal de Manuel de Falla, fueron formándose los nombres de José Cubiles, Camilo Gálvez, Carmen del Castillo, Antonio Escobar, José Ríos o Jacinto Matute, que compartían todos ellos, más que una común manera de tocar, una sutil mirada de acercarse a la música. Del mismo modo que a los intérpretes catalanes o levantinos se les identifica por una cierta mediterraneidad, podríamos hablar de una especie de atlantismo a la hora de escuchar a nuestros pianistas. Más que recrear un ambiente sonoro propio o transmitir el aire de una tierra, estos artistas gozan de una luz determinada, que hace que la música que sale de sus manos sea firme y poderosa, pero a su vez suave y marinera. Escuchemos si no las grabaciones de Albéniz de Cubiles o el Falla de Jacinto Matute, decididas y férreas, pero tocadas por el brillo de esa luminosidad.

Con la reciente muerte de Jacinto Matute puede desaparecer en nuestro país un modo de entender la música para piano. Él tuvo muy pocos alumnos, quizás por su tímido carácter y por sus otras ocupaciones. Tocaba el piano, más que como un oficio, como una vocación irremediable, que alternaba con su profesión de registrador de la propiedad. En sus tiempos -ya se sabía- la música no daba para comer y había que cubrirse las espaldas con un trabajo seguro. Su padre, Don Enrique Matute y Mira, era director del Conservatorio de Cádiz, de la Banda de Música y tenía que dar un montón de clases más para poder salir adelante. José Ríos, su compañero y condiscípulo, brillantísimo y agudo pianista, era catedrático en el conservatorio, pero su sueldo lo tenías que sacar como Perito Industrial en los Astilleros. Jacinto tuvo más suerte y pronto consiguió premios meritorios e importantes reconocimientos. De impagable contribución a la música fue su especialización en la técnica a dos pianos, que él desarrolló magistralmente durante muchos años con la sevillana Ángeles Rentaría. Esta modalidad requiere una casi genética compenetración con el otro. Por eso se suelen acoger a ella gemelos o parientes muy próximos, como las también gaditanas hermanas Palavacini o las francesas Labèque. En este campo, Matute logró todo el calor que quizás le faltaba en otras interpretaciones a solo, quizás por su sentido natural de ida y vuelta, como lo demostró en el “Concierto para dos pianos “de Poulenc o en la fabulosa versión de la “Sonata para dos pianos y percusión” de Bartok. Yo tuve la suerte de recibir algunas clases de él cuando amablemente sustituía a su amigo Pepe Ríos, y si no supe heredar su arte, sí que guardé en la memoria una de sus frases: “Cuando la música se lleva dentro, da igual las circunstancias, siempre acaba por sonar en algún momento de tu vida.”