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miércoles, 30 de julio de 2008

VIVIENDA

Lo niegue quien lo niegue o así lo prohíban mil leyes, todos los ayuntamientos del mundo tienen como primer deber moral de velar por el bienestar de sus vecinos, sobre todo, de los más necesitados. Considerando que tal conveniencia comienza por que nadie pase las noches a la intemperie, la obligación de cualquier regidor es buscarle un techo, por humilde que sea, a las familias que no pueden pagar un mínimo alquiler. Hablamos de deberes éticos y morales, que no de mera competencia administrativa, ya que si no, habría que medir con la misma vara cada ejercicio de poder que los cabildos se otorgan por su cuenta, en perjuicio de la ley estatutaria o constitucional.
La alcaldesa de Cádiz se queja públicamente de tener que asumir un gasto de más de quinientos millones de euros para cubrir el alquiler de aquellos moradores que no pueden hacerlo por su cuenta. Aduce que no es ella, ni la institución que representa, quien tiene que hacerse cargo de semejante problema. Como siempre, implora a la ciudadanía de que sea consciente del esfuerzo que este gesto y cantidad significan para el equipo y las arcas municipales, cuando no tienen por qué hacerlo, y arremete con quienes de verdad son los responsables de tal injusticia, según ella: los gobiernos regionales y centrales. Menos mal que todo aquél que repase las cuentas autonómicas en referencia al gasto social lo puede tener claro meridianamente. De todo el presupuesto que la Junta se gasta en adecuaciones de vivienda y en su habilitación en toda la comunidad andaluza, la mitad va a parar a Cádiz. No es verdad, entonces, que el ayuntamiento tenga que soportar unos gastos que legítimamente corresponden a la Junta. Será, por el contrario, que la administración local se ve obligada a contribuir con parte de su patrimonio –que, por cierto, proviene de los impuestos de cada hijo de vecino- a aliviar este caro y primordial derecho a disfrutar de una digna casa. Posiblemente no haya que escatimar esfuerzos y arrimar todos el hombro para solucionar este problema. ¿O es que las labores de los ayuntamientos se limitan a organizar fiestas, recoger la basura o a recomponer la circulación vial? Si así fuera, habría que reprenderle a la regidora gaditana el exceso de sus funciones cuando soterra trenes, reclama el protagonismo del segundo puente sobre la bahía o se convierte en promotora económica e ideóloga de su propia televisión. Ella sabe, como lo sabemos todos los que tratamos de interpretar el marco de la legalidad, que su aportación municipal es sólo una ayuda a la aplicación del Plan Andaluz de la Vivienda, y con este gesto no hace más que contribuir a la justicia distributiva. Lo que ocurre es que ni la Junta sabe publicitar bien sus proyectos y labores en Cádiz, ni la alcaldesa está dispuesta a decir toda la verdad.
Es un recurso muy fácil recurrir al viejo truco de la marginación de la ciudad con respecto de otras localidades andaluzas, para así ahondar en un absurdo victimismo, del que ella, como una heroína, está dispuesta a salvarnos. Primero prende fuego y después hace de bombero. Bueno, no sólo ella, sino el Concejal de Vivienda, que está en Cancún mientras todo esto ocurre, buscando quizás más agua para apagar el fuego, pues se ve que aquí ya no hay bastante.

QUIÉN LA DESENCASTILLARÁ

Es una buena noticia para todos los gaditanos poder contar con un recinto dedicado a la cultura, como es el Castillo de San Sebastián: un marco atractivo si se solucionan sus más que deficientes instalaciones de acceso y habitabilidad. Justo es aprovechar ese espacio para organizar espectáculos o conciertos veraniegos, pero no es de recibo aglomerar a un público que ha pagado por su localidad –y no precisamente una bicoca- en incómodos y estrechos asientos casi improvisados, atados por cuerdas para evitar, encima, su movilidad para expandir las posaderas a gusto, sin invadir la silla del vecino de al lado. Tampoco es aceptable rellenar de arena de la playa todo el suelo del local para sufrimiento y desgaste de pies y calzados. Ni hacer que el personal se pegue una larga caminata hasta llegar al lugar de los hechos, pese a haberse anunciado un sugerente transporte. A la salida, pudo contemplarse como cuatro mil personas se apretujaban por la estrechísima lengua de La Caleta, a pasitos de geisha, bajo el peligro de ser empujado a la mar por el propio gentío. Menos mal que la noche acompañó. ¿Se imaginan al levante enfurecido, haciendo saltar las olas bravías por ambos lados del paseo en pleno invierno? Esperemos que estos problemas sean solventados en un futuro próximo. Pero lo peor de todo es que son consecuencias de un improvisado, por no decir inexistente, proyecto cultural para la ciudad. La cultura de Cádiz está “encastillada”.
Un plan organizado de cultura consiste en estudiar las necesidades de los ciudadanos para aumentar así su nivel de conocimiento y creatividad. De poco vale montar espectáculos aislados si se descuida el objetivo de su propuesta. Podría venir a Cádiz la Filarmónica de Viena o los Rolling Stone, pero eso no significaría ningún salto cualitativo en nuestra afición musical si no fuera acompañado de una continuidad coherente, donde el espectador no fuera un mero sujeto pasivo, sino parte implicada en un proyecto abierto y colectivo. Lo mismo ocurre con el teatro, la pintura o cualquier otro tipo de manifestación artística o cultural. Los encargados de áreas, delegaciones y centros de cultura –y en este caso el Ayuntamiento es el máximo órgano responsable- tienen el deber de contar con la iniciativa de otros colectivos, y no sólo a manera de consulta, sino impulsando su funcionamiento autónomo. Ocurre, en la mayoría de las ocasiones, lo contrario: que la administración ve invadida sus competencias por un grupo de ciudadanos independientes que, a la larga, podría hacerle sombra y, si encima son críticos, poner en tela de juicio su labor.
La gestión cultural es hoy día una profesión que requiere experiencia, contactos, capacidad de producción, sensibilidad y, sobre todo, visión global del contexto para el que se trabaja en espacio y tiempo. Es, por tanto, exigible una programación acertada que cubra los requisitos de la vecindad a largo plazo, fruto de un seguimiento atento y cotidiano de esas expectativas, más que un popurrí de actos dispersos y veraniegos, por mucho relumbrón que estos aporten. Transformar un castillo militar y antigua cárcel en foro de la cultura es una buena noticia, pero como siempre, hay que llenarlo de ideas e infraestructuras adecuadas. Ojalá que, de aquí a 2012, “desencastillemos” la cultura.