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miércoles, 3 de diciembre de 2008

MEMORIA Y CONSUMO

Si nos ponemos pesados en este país con la memoria es porque se nos va a las nubes con determinada frecuencia. Nunca está de más prevenir contra el olvido, porque una sociedad que cultiva la existencia de lagunas en su recuerdo colectivo está predestinada a la amnesia como mal menor y, en el peor de los casos, a la terrible enfermedad de alzheimer. La memoria es una máquina que hay que engrasar permanentemente con la realidad, si es que no queremos desvirtuarla y que comience a producir imágenes fantasiosas que no tengan nada que ver con nuestra personalidad. Asumir pues la historia social e individual es un ejercicio de saneamiento y de puesta al día, pues no se rompe con nuestro pasado ignorándolo, sino asumiendo sus contradicciones para poder proyectarnos limpiamente al futuro. A la Ley de la Memoria Histórica le están colocando demasiados obstáculos, porque existen muchas personas e instituciones que le tienen pánico a un mañana distinto, donde las piezas que constituyen el mapa de nuestra historia cambien de sitio y ocupen definitivamente el lugar que les corresponde. Solamente, a partir de esa nueva disposición, podremos liberarnos de los rencores escondidos y reconciliarnos con el otro y con nosotros mismos. Recordar es entonces un ejercicio que nos obliga a estar vivos y a hacer justicia permanentemente.

Pero poco se puede pedir a grandes niveles si en la práctica cotidiana no aplicamos la memoria a cuanto nos rodea. A veces nos asustamos por la aparente pérdida de datos, el olvido de nombres y el emborronamiento de determinadas situaciones, y no es más que un problema de atención. Vivimos en una sociedad cada día más despistada, por muchos juegos que intenten vendernos en estas fiestas para entrenar nuestra concentración. Habitamos un mundo de falsos estímulos, donde recibimos demasiadas ofertas al minuto, bajo atractivos colores y sofisticados envoltorios, y en el que no tenemos tiempo para pensar en serio una decisión. Así es el consumo a gran escala, y por eso el silencio, el sosiego y la meditación son sus enemigos de sangre. Incluso la cultura es una industria que nos invita al uso precipitado de sus productos con pronta fecha de caducidad. Estar al día en el ámbito de los libros conlleva el olvido de los clásicos, la lectura rápida y la desmemoria.

¿Qué ocurre con los premios? Aquellos que se suponen serios y que constituyen un reconocimiento al esfuerzo profesional y artístico de toda una carrera se convierten en un espectáculo hollywoodense con alfombra roja incluida, paparazzis y cotilleos. En el último Cervantes, un problema de atención e intención ha vuelto a empañar el lógico desarrollo del más prestigioso galardón de la lengua española. Por edad, obra, méritos y abarcamiento intelectual Caballero Bonald se lo merecía, sin menoscabo de la narrativa de su amigo Juan Marsé, diez años más joven que él. Pero nuestro paisano es un autor “de culto” –etiqueta envenenada y lustrosa-, cuya obra necesita tiempo y sosiego para asimilarla en todas sus vertientes y desde sus más diversos ángulos. Es un autor rebelde y único, que precisamente escribe contra el extravío malintencionado de nuestra memoria y la impudorosa malversación de la historia. Y eso se paga. Estamos en crisis, señores. Hay que volver a consumir y olvidarnos de nuevo.

lunes, 1 de diciembre de 2008

BAHÍA SONORA

La vida de las ciudades españolas ha cambiado sustancialmente en los últimos treinta años gracias a la recuperación democrática, pero también a la puesta en marcha de los mecanismos culturales que toda mudanza política lleva consigo. Pero es curioso que mientras se reivindica la lectura o la visita a los museos como práctica necesaria para el progreso cultural, la música siga ocupando un segundo lugar, al menos en nuestro país. No pasa nada si a un intelectual español no le suenan los nombren de Scriabin o Shostakovich; sin embargo pondríamos el grito en el cielo si no sabe quiénes son Kafka y Rothko. Seguramente todo esto se deba a la herencia de un pasado sordo, donde la educación musical ha sido casi nula en las escuelas, salvo los contados esfuerzos que se llevaron a cabo durante la Segunda República. En el resto de Europa, la música ha gozado del lugar preferente en la vitrina cultural, incluso en los tiempos más terribles de desolación y barbarie humanas. Lo cierto es que la abstracción del arte sonoro hace paradójicamente al hombre más libre y más rico de espíritu, porque una ciudad que suena suele brindar a sus habitantes la ocasión de desarrollar colectivamente su sentido de creatividad.
Cádiz, que durante el siglo XIX tuvo fama de ser uno de los lugares españoles con más tradición musical de nuestro país, llegó en poco tiempo a convertirse en una de las ciudades más desiertas para el melómano. Desaparecidas sus academias, reducido su conservatorio, fulminadas sus bandas de música, minimizados sus conciertos, parecía que todo iba a quedar limitado al carnaval. Hace seis años que la Junta de Andalucía puso en marcha un festival de música en Cádiz.. Se acordó que la música española debía ser la divisa que encabezara dicha muestra, quizás por ser Cádiz cuna de Manuel de Falla, para motivar a los aficionados y promoción de los compositores e intérpretes de nuestro país.
Seis ediciones del Festival de Música Española han servido ya para consolidar una exhibición que cada año va adquiriendo más importancia entre la crítica y los profesionales. El esfuerzo de su equipo, capitaneado por su director, Reynaldo Fernández Manzano, y la voluntad política de la Consejería de Cultura, posibilitan que los gaditanos se reunan diez días al año en torno a importantes conjuntos e intérpretes españoles, cada vez con más calidad y más asistencia. Me llamó la atención la entusiasta acogida por parte del público de Itaun, una obra contemporánea y difícil de Ramón Lazkano, interpretada por la Sinfónica de Euskadi. Ni en el Auditorio de Madrid, ni en el Palau de Barcelona la gente es capaz de seguir atentamente un discurso de estas características y, mucho menos, aplaudirle tan generosamente como en el Teatro Falla. Quiero señalar con esto que el aficionado está abierto a recibir nuevos impactos y que Cádiz es un propicio territorio para desarrollar el arte musical en todos sus estilos y formaciones. Pero es una lástima que toda esta iniciativa se reduzca a dos semanas escasas. El Festival debe ser un acicate para la música gaditana, y una vez desmontado el campamento, las instituciones deberían continuar manteniendo una política musical adecuada durante el resto del año.

Sería deseable que la Orquesta Manuel de Falla tuviera una presencia mayor y continua en nuestra provincia, organizando una serie de conciertos de temporada, con arreglo a un criterio de programación, donde el aficionado pudiese abonarse, incluso colaborar estrechamente en una especie de sociedad filarmónica, y así sentirse partícipe de la formación. También las orquestas andaluzas podrían visitarnos durante todo el año y no solamente durante el Festival. Es importantísimo, por otra parte, que el Conservatorio logre el grado superior, ya que así todas las asignaturas e instrumentos se impartirían en la ciudad, creando una cantera suficientemente preparada de jóvenes músicos para formar nuevos conjuntos. Y, en definitiva, es necesario promover y ayudar a gestionar desde la administración cualquier iniciativa ciudadana que ofrezca una mínima calidad para la promoción de la música.

Tuve la suerte de participar en las reuniones y conversaciones que antecedieron al primer festival, y desde el primer día insistí en la idoneidad histórica, geográfica y cultural de la ciudad de Cádiz para poner en marcha en una muestra española e iberoamericana. Ahora, de cara al Bicentenario de la Constitución de 1812, donde tan definido papel tuvieron los países de América Latina, sería el momento de escuchar en Cádiz el Sensemayá del mexicano Silvestre Revueltas, los Choros del brasileño Heitor Villa-Lobos o El nuevo tango del argentino Astor Piazolla. La inclusión de compositores e intérpretes iberoamericanos en el Festival enriquecería a los asistentes, fomentaría nuestro papel de puente entre las dos orillas atlánticas y nos otorgaría cartas credenciales americanas ante Europa. Es una ocasión que no debemos perder y que el mundo de la música nos agradecería para el futuro: una bahía sonora -como uno de los títulos de la escritora colombiana Fanny Buytrago, que cante todo el año con acento de ida y vuelta.

jueves, 20 de noviembre de 2008

DIEZ AÑOS YA, QUIÑONES

El mejor regalo que se le puede hacer a un escritor es leer sus libros. El artista en su obra suele reflejar la parte más auténtica de sí mismo, aunque trate de camuflar su alma entre bambalinas, tramoyas y personajes ficticios. “El poeta es un fingidor”, decía Pessoa, pero en cuanto inventa la vida de los otros para esconderse en el fondo de sus corazones. Por tanto, no tiene que ser verdad lo que se cuenta, sino transmitir un sentimiento de veracidad. En muchos escritores, vida y obra no han corrido siempre en sentido paralelo; en otros, sin embargo, es imposible separar la experiencia real de la imaginada. Hace diez años que Fernando Quiñones abandonó este mundo, pero no nos dejó para siempre, porque en su obra permanece su voz y su figura. Es imposible para los que lo conocimos no escuchar su grave timbre marinero, entre dramático y mordaz, o recordar el movimiento de sus ojos saltones mientras se leen sus párrafos o se rememoran sus versos. Tengo la sensación de que a quienes no tuvieron la suerte de conocerlo personalmente, también se les presenta su estatura vital cada vez que abren uno de sus libros. Suelen ocurrir estas cosas con aquellos hombres que han vivido y escrito con la misma pasión: su obra se convierte entonces en espejo de ellos mismos, cuando no en una prolongación de sus propios gestos cotidianos.

Para Quiñones la literatura era tan importante como la vida, incluso más que el sueño. Detrás de la imagen de bohemio que él mismo y sus propios amigos ayudaron a cultivar, se escondía un escritor disciplinado, dispuesto a enfrentarse a la página en blanco antes de despuntar el alba, empeñado en corregir hasta el infinito un verso, una palabra, una cadencia. Hacía todo esto sin petulancia, sin dárselas de nada, con el afán tan sólo de decir su propia verdad, al margen de las modas y los cánones literarios que toda sociedad impone a sus artistas, y que de una u otra manera todos se afanan en asumir. Quizás Quiñones intentó ir por libre y la libertad se paga con la vil moneda del olvido. La obra del escritor gaditano, tanto en verso como en prosa, está por encima de mezquinos intereses literarios y el tiempo la pondrá en su sitio, si es que no está ya en el adecuado lugar que le corresponde y somos nosotros los descolocados. Su poesía se anticipó a su época y se salió por la tangente de los patrones de su generación. Nadie escribía en España versos con la elegante retorcida retórica de Eliot o con la libérrima construcción de Pound. Sus relatos nos recuerdan lo mejor de Hemingway y parecen nacidos de un socio de Faulkner, por su precisión, sus temporalidades y el recurso natural de hacer de su entorno inmediato un universo participativo. Cádiz fue para él lo que Yoknapatawpha para el escritor americano, pero también Macondo o Comala, para García Márquez o Rulfo.
La gaditana Amalia Vilches acaba de reconstruir la vida de Fernando Quiñones en un voluminoso libro que ha subtitulado como Las crónicas del hombre (Alianza Editorial, 2008). Es un trabajo monumental que ha construido ella sola, con la constancia que aprendió de su maestro y con la paciencia de quien se empeña en entretejer los retazos de la historia para que no se olviden y para que no nos olvidemos. Es el mejor regalo en esta década sin Fernando, pero con su voz acompañándonos, haciéndonos pensar y reír al mismo tiempo.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

BARAKA

No sé si Cádiz y su provincia notarán los efectos de la victoria de Barack Obama. Tal como nos lo han presentado los medios de comunicación, este espectáculo americano ha tenido más visos de milagro de Fátima que de unas elecciones presidenciales. Fin de un nefasto ciclo y principio de una era esperanzadora. Confiemos en que Barack proviene de baraka, esa palabra árabe que significa gracia, suerte y buena estrella.
Mucha baraka debe caer en Cádiz para que sus habitantes campeen el temporal que se nos avecina con decoro y, al menos, sin hambre. Cuando uno lee las cifras del paro en el rincón más al sur de la octava economía del mundo, siente un desconcierto e incluso un ligero escalofrío. Da la impresión de que en la reuniones de los grandes políticos, guardianes de la humanidad, sólo importan las cantidades macroeconómicas, las tasas de inflación, los activos tóxicos y todo tipo de nomenclaturas alejadas de nuestra cotidiana realidad, cada vez más pobre y necesitada. Tanto en Cádiz como en Pernambuco no hay nada que hacer. Nuestros destinos ya no está en manos de nosotros, ni de nuestros representantes políticos directos, sino de un puñado de hombres que diseñan el mundo, parten y reparten beneficios, cierran empresas, se gastan nuestro dinero y, cuando no se cosechan todos los beneficios que esperan, nos ponen de patitas en la calle, nos echan del trabajo y de la casa y nos birlan la calderilla que nos queda en el bolsillo. Sólo les abriga la luminosa idea de refundar el capitalismo para que todo vuelva a su redil.

Si el sistema económico, tal como se lo han montado desde hace casi un siglo, ha fracasado, por qué no inventamos otra cosa. Zapatero insiste en sentarse en la mesa con los veinte países que teóricamente tienen más que decir frente a la crisis, capitaneado por un anfitrión cabizbajo, derrotado y ridículo, que si el mundo tuviera vergüenza lo juzgaría por criminal de guerra. Supongamos que va y se abre un hueco entre Bush y Sarkozy con las tijeras de sastre en la mano. ¿Va a cortar el paño por el mismo patrón para que nada cambie? Creo que de lo que aquí se trata es de fundar otro modelo financiero, algo que ayude al hombre de la calle a ser más libre y, al mismo tiempo, más seguro. Seguridad y libertad tienen que ser dos conceptos paralelos y no antagónicos. Y no me refiero sólo a la seguridad en los aeropuertos, sino a la confianza del ciudadano en mantener su puesto de trabajo, su lugar de residencia, su educación, su sanidad y sus necesidades mínimas. La aportación de Zapatero, como la de cualquier dirigente socialdemócrata, consistiría en insistir en la resurrección de valores que se han tachado maliciosamente de obsoletos, como la solidaridad, el respeto al prójimo, el derecho a la dignidad y la convicción en el trabajo como el bien más preciado de nuestra economía. Que se acabe el tinglado de una feria montada exclusivamente sobre el consumo.

No sé si Obama ayudará a cambiar las cosas o si nos llevaremos algún chasco, pues lo primero que deberían hacer los políticos es luchar porque su representación sea la que le otorga el voto popular y no dejarse manipular como muñecos por los ventrilocuos de la banca y los grandes lobbys. Y eso es difícil en América y en el mundo. Desde este lugar del mapa desearíamos que todo cambie, no para que vuelva a ser lo mismo, como decía Lampedusa en El Gatopardo, sino más justo y mejor.

lunes, 27 de octubre de 2008

ES DE JUSTICIA

El Oratorio de San Felipe es un buen marco para acoger cualquier foro relacionado con la justicia universal y los derechos humanos. El lugar donde se firmó la primera constitución española debe ser escenario permanente de debate , pues además de ilustrar las palabras que allí dentro se crucen, el vivo eco de sus acentos recordará a sus ciudadanos quiénes somos y adónde nos encaminamos. En estos días se celebra en su recinto un encuentro de coordinadores provinciales de los secretarios judiciales de toda España, cuerpo del que el ciudadano medio no tiene mucha idea de cuáles son sus ocupaciones y menesteres, pero sin cuya existencia no sería posible la plena aplicación de la justicia.

Salvando las distancias, podríamos comparar la actividad de un secretario judicial con la del médico de cabecera, mientras que la del juez sería equiparable a la del especialista. Este último diagnostica la enfermedad, incluso prepara su intervención quirúrgica, pero el primero se ocupa del seguimiento cotidiano del paciente. En el juzgado, el juez dicta sentencia y el secretario judicial inicia y determina el procedimiento para que esta sea cumplida a su debido tiempo. En la realidad, las cosas no son tan sencillas, pues de la misma manera que en la sanidad pública existen listas de espera, en la justicia hay exceso de trabajo para un personal, no tan escaso como obsoleto e indisciplinado. Los atascos, burocracia y acumulación de expedientes no se deben solo a la falta de medios, sino a la actitud pasiva y desdeñosa de muchos de sus funcionarios. Solo basta con asomarse a algún juzgado para observar cómo la mayoría de sus empleados no cumplen el horario, se retrasan en sus diligencias, abusan de las bajas médicas y no llevan a cabo sus obligaciones de manera ordenada. El secretario judicial es el responsable del funcionamiento de la oficina, pero no puede convertirse en un mero jefe de personal. Es un dilema que, tanto gobierno como judicatura, deben plantearse juntos, cada cual dentro de sus competencias. Por eso no se entiende muy bien la movilización de secretarios en solidaridad con una compañera privada de empleo y sueldo por el Ministerio de Justicia al no haber dado curso oportuno a la sentencia de su juez, en la que se condenaba a prisión al pederasta que supuestamente asesinó a la niña Mari Luz. Tal vez pudiésemos justificar el plante como agravio comparativo con la simbólica multa interpuesta al juez titular. Pero aún es menos entendible que los jueces aprovechasen este momento para reivindicar la modernización de sus juzgados. Tiende todo a un arrogante gesto corporativo de un colectivo que se cree por encima del resto de la sociedad, despreciando sus críticas bajo sospechas de desacato.

Es verdad que a un secretario se le acumula el trabajo sobre la mesa, pero también es cierto que cuando a ese funcionario es consciente de lo que significa el cumplimiento de una orden de encarcelamiento o libertad, saca el tiempo de debajo de las piedras. Conozco a un secretario que, antes de disfrutar las vacaciones, se ocupa de dar salida a todos los expedientes urgentes, no vaya a ser que alguien, con el verano de por medio, tenga que pasarse tres meses más entre las rejas. O, al contrario, dejar a un asesino suelto por la playa. Nadie le obliga a hacer horas extras gratuitas, sólo su ética profesional y un verdadero sentimiento solidario que va más allá de la pancarta y la manifestación. Ojalá que la cúpula del Oratorio arroje luz histórica a los allí reunidos.

miércoles, 8 de octubre de 2008

JOAN MARGARIT Y EL ALBA

Es buena noticia que el Premio Nacional de Poesía lo haya ganado Joan Margarit. Primero, porque es un gran poeta, y en segundo lugar porque el libro galardonado, Casa de Misericòrdia, está escrito en catalán, y es justo que el jurado otorgue su voto a la mejor obra del año publicada en cualquier lengua del Estado. Hace algunos años, los Premios Nacionales se dividían en varios apartados, uno por cada idioma, creando así unas alteraciones estadísticas que sonaban más a diplomas o menciones honoríficas que a un verdadero reconocimiento de todos. También el finalista de este año fue el vasco Jon Gerediaga, por su libro Jainkoa harrapatzeko tranpa, que ya fue laureado con el Premio de la Crítica. Parece, pues, que nuestro país se va normalizando en la convivencia de varias expresiones y lenguas, que en vez de producir rupturas y enfrentamientos, construye una cultura múltiple, compartida por todos los españoles.

Casa de Misericórdia está traducida al castellano por el propio autor, ya que se trata de un escritor perfectamente bilingüe, que empezó escribiendo en los dos idiomas, aunque no todos los escritores son capaces de verter sus versos en otra lengua que no sea la original, por mucho que la hablen y conozcan. Se trata de un conjunto de poemas escalofriantes, desoladores, compuestos con la compasión y la memoria de quien ha vivido los años baldíos de la posguerra franquista, y pudo comprobar el dolor, el hambre y la miseria de mujeres y niños huérfanos pidiendo un trozo de pan, una manta para soportar el frío o un poco de cobijo en una de esas casas que se dedicaban a la caridad y misericordia. Tiene Joan Margarit una virtud, consistente en transformar el sufrimiento humano en algo bello, sin edulcorar la crudeza de la realidad. Sabe mostrarnos el mundo como un espejo de nosotros mismos y, al tiempo, devolvernos un poco de esperanza, porque nos recuerda que la naturaleza humana tiene la capacidad de sobreponerse a la derrota y el escarnio. En el poema “El buscador de orquídeas”, el poeta-arquitecto nos habla de cómo en su adolescencia, aburrido de los libros de arquitectura, lee Mein Kampf, de Hitler, para comenzar por lo más sucio de la literatura y sumergirse en la vulgaridad de las palabras. Sin embargo: “Fui allí donde encontré la poesía,/ difícil y sin falsas esperanzas./ He hecho siempre como el jabalí,/ que busca y, delicado, come el bulbo,/ también llamado el orquis, de la orquídea.”. Lo mismo ocurre con su libro Joana, que toma el título del nombre de su hija, y donde evoca los momentos últimos de su joven vida tras una larga enfermedad. De las más sobrecogedoras y penetrantes entregas de los últimos años, el autor saca a la luz de su triste experiencia, el amor, la complicidad de ambos, la sonrisa, la comprensión y la memoria: una memoria que desea mantener siempre y que jamás se enturbie, porque somos aquello que hemos sabido amar, aunque sea en el dolor. A ese libro pertenece “El alba en Cádiz”, poema que escribió en una de sus visitas a la ciudad para leer y hablar de su obra, y que publicó por vez primera en castellano en RevistAtlántica de poesía: “Delante del hotel el mar brumoso./ Las largas líneas de la espuma gris/ dibujan una barra de arrecife/ ante la balaustrada de la playa./ He oído tu nombre pronunciado/ en la lengua del mar. Y dice que te vas..."

miércoles, 24 de septiembre de 2008

PATERA EN OTOÑO

Hacía una noche de perros. El otoño recién llegado parecía querer cebarse con nosotros. Una panda de amigos habíamos acordado reunirnos en Puerto Real para despedir el verano. Era lunes y con esa lluvia todo estaba cerrado. Decidimos acercarnos a Cádiz a regañadientes, protestando por la humedad y los desajustes del tiempo. Protegido de la intemperie en un cómodo coche, nos sentimos un poco desgraciados ante el insistente aguacero que, para colmo, nos dificultaba la visibilidad. Al final encontramos un lugar resguardado donde comimos y bebimos. Hablamos de todo y de este cambio climático que nos azota, trayendo agua cuando debe hacer sol y viceversa, y fastidiándonos los planes.

Al día siguiente, me fui a dar un largo paseo por la playa. Me extrañó el trasiego de coches, rancheras y remolques rodando por la arena a toda velocidad. Al llegar a Cortadura divisé una embarcación encallada más allá de El Chato. Parecía una acuarela de Turner entre los nubarrones y las olas rebeldes, y la estampa era bella. Conforme me acercaba, se apoderó de mí un estremecimiento, y un mal augurio me llevó a pensar en lo peor. Los encargados de la limpieza de la playa se esforzaban quizás por borrar los vestigios que a los pocos bañistas que allí estábamos pudieran hacernos la mañana desagradable. El barco, de unos siete metros de eslora, tenía la quilla rota de arriba abajo. Parecía que la cólera de la naturaleza se hubiera ensañado con todos los navegantes, como suele ocurrir con los más pobres. Me asomé a su interior y, por un momento, le puse caras a la realidad. Chanclas, zapatos de mujer, camisetas de niño, chubasqueros rotos, quizás los restos de un naufragio o de una mala noche de verdad. Me dijeron que en esa madrugada habían detenido a dos inmigrantes avispados que habían logrado adentrarse en tierra. Cuando escribo estas líneas aún no sé si ha habido desgracias personales. ¡Qué eufemismo! Llamar desgracia personal a la muerte y no a toda una vida que trata de escapar de la miseria que persigue a gran parte de la humanidad en su propio territorio, hasta el punto de hacerle echar a suerte el tiempo que les queda.

No he podido quitarme de la cabeza la imagen de la ropa y los objetos desordenadamente esparcido por el casco de la patera. A cada zapato le veo su pie y a de cada prenda sucia surge una cabeza llena de esperanza. O quizás sus miradas permanezcan ya para siempre en el fondo del mar.
Hay que ver qué nochecita, nos decíamos los amigos el día anterior, creyéndonos los más infelices del mundo, porque un chaparrón inoportuno nos estropeó en parte la velada. Mientras, un grupo de hombres y mujeres desesperados intentaban sonreírle al temporal y alcanzar nuestra orilla. ¡En una noche como ésta, donde en septiembre llueve sin avisar y algunos restaurantes cierran los lunes de mal tiempo! ¿Qué querrán?

sábado, 16 de agosto de 2008

VIOLENCIA Y LENGUAJE

Los gobiernos del mundo civilizado parecen estar preocupados por la educación de sus jóvenes estudiantes. Cada vez son más frecuentes los índices de conocimiento y expresión del alumnado a cargo de organismos internacionales que sitúan a los diferentes países en un determinado nivel de la olimpiada cultural. Los españoles no estamos demasiados sobrados en el medallero. Más bien diríamos que rozando el fanguillo si hablamos de materias especulativas o excesivamente racionales, como en el caso de la filosofía, las matemáticas o la lengua. Pero lo más alarmante es el comportamiento que se deriva del uso de esta última. El lenguaje y su utilización determinan una manera de ser y de estar en el mundo y, por supuesto, un modo de relacionarse con los demás. Es corriente oír conversaciones a nuestro alrededor donde no se respetan las más elementales reglas sintácticas y morfológicas. Las frases se abandonan a la mitad, las concordancias no funcionan, la estructura básica de sujeto, verbo y predicado casi no existe, y todo el sentido de la oración se deja al azar de los puntos suspensivos. Pero lo más peligroso, no es que el lenguaje se empobrezca y pierda su capacidad de comunicar ideas, sentimientos y emociones con más o menos exactitud -que no es poco-, sino que los elementos que nos queden de él se oxiden y apelmacen, entren en una dinámica soez y acaben generando una dosis de violencia que abarque nuestra conducta y gestualidad.

Dan pavor las imágenes que hemos visto recientemente por televisión de la brutal paliza propinada por un grupo de muchachas a una ecuatoriana en el pueblo de Galapagar, pero también dan miedo las palabras que se escuchan detrás de los golpes. O, mejor dicho, las palabras que jalean la azotaina. Desde “písala la cabeza” hasta “mátala”, la banda sonora de este vídeo duele casi más que las patadas y los puñetazos que recibe la víctima, porque mientras estas crueles acciones permanecen presuntamente alejadas de la mayoría de los espectadores, las expresiones verbales utilizadas forman parte, cada día más, de nuestro entorno cotidiano. La irascibilidad lingüística está instalada en nuestra vida y no hacer uso de ella parece que nos convierte en piadosas ursulinas o en contempladores monjes budistas. El cine y las series televisivas otorgan cada vez mayor heroicidad al personaje más grosero de la película. Quien más liga y quien más gana es el más vil. No es extraño, por tanto, sorprendernos a nosotros mismos elaborando un pensamiento ordinario a partir de un lenguaje chabacano y, por ende, inexacto.

“Ciertas formas de comunicación nos alienan de nuestro estado natural de compasión o solidaridad”, escribe Marshall B. Rosenberg en su libro Comunicación no violenta, en cuyas páginas sostiene que velar por nuestro lenguaje es una forma de mantener nuestra integridad como persona ante nosotros mismos y ante los otros. Por supuesto que un académico de la lengua puede ser un asesino, pero es más común que nuestras agresiones diarias sean consecuencia, en gran parte, de una violencia verbal incontenida e inconsciente. Se comienza por el insulto y el vituperio y se termina maltratando al conyuge, torturando a una ecuatoriana o asesinado a una colegiala de San Fernando.

miércoles, 30 de julio de 2008

VIVIENDA

Lo niegue quien lo niegue o así lo prohíban mil leyes, todos los ayuntamientos del mundo tienen como primer deber moral de velar por el bienestar de sus vecinos, sobre todo, de los más necesitados. Considerando que tal conveniencia comienza por que nadie pase las noches a la intemperie, la obligación de cualquier regidor es buscarle un techo, por humilde que sea, a las familias que no pueden pagar un mínimo alquiler. Hablamos de deberes éticos y morales, que no de mera competencia administrativa, ya que si no, habría que medir con la misma vara cada ejercicio de poder que los cabildos se otorgan por su cuenta, en perjuicio de la ley estatutaria o constitucional.
La alcaldesa de Cádiz se queja públicamente de tener que asumir un gasto de más de quinientos millones de euros para cubrir el alquiler de aquellos moradores que no pueden hacerlo por su cuenta. Aduce que no es ella, ni la institución que representa, quien tiene que hacerse cargo de semejante problema. Como siempre, implora a la ciudadanía de que sea consciente del esfuerzo que este gesto y cantidad significan para el equipo y las arcas municipales, cuando no tienen por qué hacerlo, y arremete con quienes de verdad son los responsables de tal injusticia, según ella: los gobiernos regionales y centrales. Menos mal que todo aquél que repase las cuentas autonómicas en referencia al gasto social lo puede tener claro meridianamente. De todo el presupuesto que la Junta se gasta en adecuaciones de vivienda y en su habilitación en toda la comunidad andaluza, la mitad va a parar a Cádiz. No es verdad, entonces, que el ayuntamiento tenga que soportar unos gastos que legítimamente corresponden a la Junta. Será, por el contrario, que la administración local se ve obligada a contribuir con parte de su patrimonio –que, por cierto, proviene de los impuestos de cada hijo de vecino- a aliviar este caro y primordial derecho a disfrutar de una digna casa. Posiblemente no haya que escatimar esfuerzos y arrimar todos el hombro para solucionar este problema. ¿O es que las labores de los ayuntamientos se limitan a organizar fiestas, recoger la basura o a recomponer la circulación vial? Si así fuera, habría que reprenderle a la regidora gaditana el exceso de sus funciones cuando soterra trenes, reclama el protagonismo del segundo puente sobre la bahía o se convierte en promotora económica e ideóloga de su propia televisión. Ella sabe, como lo sabemos todos los que tratamos de interpretar el marco de la legalidad, que su aportación municipal es sólo una ayuda a la aplicación del Plan Andaluz de la Vivienda, y con este gesto no hace más que contribuir a la justicia distributiva. Lo que ocurre es que ni la Junta sabe publicitar bien sus proyectos y labores en Cádiz, ni la alcaldesa está dispuesta a decir toda la verdad.
Es un recurso muy fácil recurrir al viejo truco de la marginación de la ciudad con respecto de otras localidades andaluzas, para así ahondar en un absurdo victimismo, del que ella, como una heroína, está dispuesta a salvarnos. Primero prende fuego y después hace de bombero. Bueno, no sólo ella, sino el Concejal de Vivienda, que está en Cancún mientras todo esto ocurre, buscando quizás más agua para apagar el fuego, pues se ve que aquí ya no hay bastante.

QUIÉN LA DESENCASTILLARÁ

Es una buena noticia para todos los gaditanos poder contar con un recinto dedicado a la cultura, como es el Castillo de San Sebastián: un marco atractivo si se solucionan sus más que deficientes instalaciones de acceso y habitabilidad. Justo es aprovechar ese espacio para organizar espectáculos o conciertos veraniegos, pero no es de recibo aglomerar a un público que ha pagado por su localidad –y no precisamente una bicoca- en incómodos y estrechos asientos casi improvisados, atados por cuerdas para evitar, encima, su movilidad para expandir las posaderas a gusto, sin invadir la silla del vecino de al lado. Tampoco es aceptable rellenar de arena de la playa todo el suelo del local para sufrimiento y desgaste de pies y calzados. Ni hacer que el personal se pegue una larga caminata hasta llegar al lugar de los hechos, pese a haberse anunciado un sugerente transporte. A la salida, pudo contemplarse como cuatro mil personas se apretujaban por la estrechísima lengua de La Caleta, a pasitos de geisha, bajo el peligro de ser empujado a la mar por el propio gentío. Menos mal que la noche acompañó. ¿Se imaginan al levante enfurecido, haciendo saltar las olas bravías por ambos lados del paseo en pleno invierno? Esperemos que estos problemas sean solventados en un futuro próximo. Pero lo peor de todo es que son consecuencias de un improvisado, por no decir inexistente, proyecto cultural para la ciudad. La cultura de Cádiz está “encastillada”.
Un plan organizado de cultura consiste en estudiar las necesidades de los ciudadanos para aumentar así su nivel de conocimiento y creatividad. De poco vale montar espectáculos aislados si se descuida el objetivo de su propuesta. Podría venir a Cádiz la Filarmónica de Viena o los Rolling Stone, pero eso no significaría ningún salto cualitativo en nuestra afición musical si no fuera acompañado de una continuidad coherente, donde el espectador no fuera un mero sujeto pasivo, sino parte implicada en un proyecto abierto y colectivo. Lo mismo ocurre con el teatro, la pintura o cualquier otro tipo de manifestación artística o cultural. Los encargados de áreas, delegaciones y centros de cultura –y en este caso el Ayuntamiento es el máximo órgano responsable- tienen el deber de contar con la iniciativa de otros colectivos, y no sólo a manera de consulta, sino impulsando su funcionamiento autónomo. Ocurre, en la mayoría de las ocasiones, lo contrario: que la administración ve invadida sus competencias por un grupo de ciudadanos independientes que, a la larga, podría hacerle sombra y, si encima son críticos, poner en tela de juicio su labor.
La gestión cultural es hoy día una profesión que requiere experiencia, contactos, capacidad de producción, sensibilidad y, sobre todo, visión global del contexto para el que se trabaja en espacio y tiempo. Es, por tanto, exigible una programación acertada que cubra los requisitos de la vecindad a largo plazo, fruto de un seguimiento atento y cotidiano de esas expectativas, más que un popurrí de actos dispersos y veraniegos, por mucho relumbrón que estos aporten. Transformar un castillo militar y antigua cárcel en foro de la cultura es una buena noticia, pero como siempre, hay que llenarlo de ideas e infraestructuras adecuadas. Ojalá que, de aquí a 2012, “desencastillemos” la cultura.

miércoles, 11 de junio de 2008

LOS NIÑOS INTERIORES

Hoy suena una música distinta entre las fuentes y los árboles del madrileño parque del Retiro, y hasta se podría divisar el mar de Cádiz escuchándola. Esa música la reproduce un ángel flautista pintado por Bernardino Luini, tan perfecto, que bien podría haber sido esbozado por Leonardo da Vinci. Los sonidos que surgen de su flauta están escritos todos en el libro donde figura como pórtico, que no es otro que Los niños interiores, el último y flamante poemario de Pilar Paz Pasamar, publicado por la editorial Calambur, que esta mañana se presenta en el Hotel Palace y que recorrerá, como una novedad, la Feria del Libro de Madrid.

La obra poética de Pilar Paz está ya lo suficientemente consolidada como para esperar a estas alturas una nueva sorpresa que haga cambiar la opinión de sus lectores. Pero en la poesía todo es imprevisible, y basta un vaporoso gesto para que todo cambie o, al menos, nos invite a contemplar la vida desde otro ángulo distinto. Ni el ángel escogido para la portada, ni el título del libro son gratuitos, sino frutos maduros de una intención determinada que brota de la autora en plena cima de su obra. El ángel es símbolo de lo invisible, “de las fuerzas que ascienden y descienden desde el origen hasta la manifestación”, como lo define Cirlot. La flauta emite el cántico más puro y primitivo y, a su vez, se hace eco, en sus sonidos más graves, del dolor profundo. Es timbre femenino, en las antípodas de su forma. Los niños interiores son ángeles que crean la música del corazón, la que todavía no se ha rozado con el mundo y, sin embargo, contiene en su discurso todo el porvenir sin saberlo, toda la experiencia sin aún haberla vivido, todo el silencio que conlleva la sabiduría. La tradición sufí dice que un ángel aparece cada vez que nace un niño, y le sella los labios con el dedo para que guarde el secreto de lo que ya sabe y ha visto antes de venir al mundo. Por eso dicen que los hombres tenemos una oquedad justo encima del labio superior. Pilar Paz no intenta revelar ese secreto en este nuevo libro, porque es imposible e incontable, por sí jugar con sus luces y sombras, con el susurro de ese recuerdo guardado, no en la memoria, sino en el fondo de la conciencia.
Una de las grandes características de nuestra poeta ha sido la de unir cotidianidad, naturaleza y espíritu en una voz sencilla y cincelada, clara y atlántica, como su paisaje marítimo. Este libro es producto de todo un largo proceso iniciado en 1953 con su libro Mara y que no ha cesado de afirmarse durante más de medio siglo. Los niños interiores lo ratifica e incluso nos ofrece claves más luminosas para la visión global de toda su obra, porque nos permite contemplarla desde la inocencia y la pureza de las primeras palabras que llevamos dentro. No se trata, sin embargo, de un libro de nostalgias ni de recuerdos infantiles. Los niños no han crecido porque siguen siendo seres transparentes que habitan dentro de nuestro ser y ahora hablan. Son los mismos niños, los mismos ángeles que tocan esa música universal, pero inaudible la mayoría de las veces, y que nos armoniza a todos, pese a las disonancias de la vida. Ahí está su sorpresa.

miércoles, 21 de mayo de 2008

CORPUS

El Corpus gaditano, como en toda Andalucía, ha gozado siempre de una beatífica diversión. Los andaluces nos hemos arrimado a la Iglesia con una cierta dosis de folclor y alegría, lo que ha hecho más llevadero la penitencia y la culpabilidad. Cuando se aproximaban las fiestas del Corpus, nuestra madres nos compraban ropa de verano para estrenarla en ese día. En la víspera, ya se habían entrenado los capillitas con el traslado de la Patrona desde su templo a la Catedral y ya se preludiaba la bulla. Por la mañana había toque de diana en la ciudad y las calles amanecían cubiertas de romero, destilando un aroma especial desde el que se podría reconstruir el laberinto de la memoria. Los niños nos apresurábamos a ver la procesión, bastante aburrida por cierto, pues allí no había túnicas ni capirotes, aunque sí lucía la púrpura del cabildo, los bonetes de los canónigos, la mitra y el báculo del obispo, las dalmáticas de los monaguillos y el olor a incienso que, mezclado con el del romero, ofrecía una fragancia fronteriza entre lo místico y lo sensual. Manuel de Falla supo sacar provecho musical para su “Retablo” de cuanto quedaba en su recuerdo del Corpus de su ciudad natal y lo que oyó y vivió en el de Sevilla, acompañado por García Lorca.
En la comitiva figuraban todas las autoridades locales, hermanos mayores de cofradías, académicos, cronistas, poetas oficiales y demás prohombres de la ciudad: todos con caras de circunstancias y mirando de reojo a la congregada vecindad, pues siempre había un cachondo que hacía algún jocoso comentario al paso de alguno, despertando un ligero mosqueo en el susodicho. Me acuerdo de un año que a Don Benito Cuesta, marino, jurista, versificador y buen romántico –que, por cierto, insistió siempre en que su palacio en litigio de la calle Sagasta se convirtiera en un museo, en vez de en una casa de apartamentos, como acaba de suceder- le robaron en su domicilio mientras sujetaba el cirio en la procesión. Era católico hasta la médula, pero ese día se le resquebrajó un poquito la fe en la Virgen del Rosario. Luego venía el alcalde y la corporación bajo maza, flanqueada por los mismos pelucones que ahora, pero un poco más nuevos. Y un personaje clave, que sin él no había Corpus que valiera: Machuca y sus largos mostachos - padre o hijo-, mandamás de los municipales. Después de la procesión, un desfile de todos los regimientos, ponían ritmo marcial a la exaltación religiosa. Las marchas militares eran sincopadas por los célebres globos de Corpus, que chirriaban al apretarse. y los golpes en el suelo de unos bastones de colores que terminaban en cachiporra , con los que los vendedores ambulantes engatusaban a los niños. Y por la tarde, los toros. Jaime Ostos o Mondeño lidiando en la única plaza del mundo construida en la orilla del mar, la infantil charlotada y dos o tres corridas, hasta esperar el Corpus Chiquito del próximo domingo.
Ya no hay plaza de toros, ni pitos, ni bastones, ni ese niño que se arrodillaba al paso del Santísimo con reverencia y ganas de divertirse a la vez. Sólo perduran esas momias de entonces que, en las figuras de nuestros regidores, siguen, varilla en mano, desfilando como si aquí no hubiera pasado nada entre la Iglesia y el Estado.

viernes, 9 de mayo de 2008

LA BANDERA Y EL PÁJARO

Todos los nacionalismos se caracterizan por escarbar en los sentimientos pasionales de sus ciudadanos, extrayendo de ellos todo lo que les identifique con el vecino más próximo y, al mismo tiempo, lo que les diferencie de los más lejanos. A esto se le denomina en términos correctamente políticos concepto identitario o hecho diferencial, pero en el lenguaje de la razón siempre se le ha llamado paletería, reduccionismo o estrechez de miras. Los nacionalismos casi siempre han sido de derechas o, para ser más exactos, de índole conservadora, ya que la izquierda lo ha utilizado como reclamo en sus momentos más inmovilistas y antidemocráticos. Si lengua, religión e ideología han conformado la vértebra interna del pensamiento nacionalista, la bandera ha sido su símbolo más externo y visible. Desde tiempos remotos, una tela ondeando en un mástil, con dibujos o colores distintivos de una grupo o pueblo determinado, ha servido de enseña por la que se ha discutido, peleado o hasta dado la vida. La bandera ha superado su medio simbólico para convertirse en un fin, y eso me parece perverso, como ocurrió con la parábola del becerro de oro.
En los países de tradición democrática, la bandera no pasa de ser un distintivo, que se exhibe en los organismos oficiales, en los congresos internacionales y en los desfiles militares. No tengo noticias de ningún noruego o sueco que haya perdido un minuto de su vida por discutir el tamaño o el color de sus insignias. Sin embargo, en países y comunidades necesitados de fobia patria para sobrevivir como tales, se recurre a la bandera como fuerza y honor colectivos. Ocurre en Estados Unidos, cada vez que el gobierno de turno necesita el apoyo de sus ciudadanos para emprender una invasión, o en los estados dictatoriales y corruptos, cuando requieren del fervor de su gente para justificar su despotismo frente a la agresión de un presunto enemigo.
En España sabemos mucho de banderas, e incluso se ha derramado bastante sangre por defender a unas y a otras. Cada Comunidad Autónoma tiene su enseña y el Estado, a su vez, la suya, pero hay veces que en su nombre se cae en el nacionalismo más exagerado de todos. Creo que no es de recibo criticar a los catalanes o a los vascos por sus empeños nacionalistas y agarrarse al españolismo como dogma histórico, por encima de todas las creencias subjetivas. Ha costado mucho, y sigue costando, que las distintas banderas del Estado compartan lugar y gente. No viene a cuento entonces los espectáculos banderiles montados por los ayuntamientos de Madrid o Cádiz, en los que se quiere demostrar ser más patrióticos que nadie.
La flamante y monumental bandera levantada en nuestra ciudad tiene problemas con el viento, porque en Cádiz no corre al gusto de sus dirigentes locales. La ciudad de la libertad, de la que tanto se alardea cuando conviene, se merece un símbolo más universal y unitario. Incluso el paño azul de Europa con su circunferencia estrellada se quedaría corto. El Cádiz del futuro debe ofrecer una bandera que represente a toda la humanidad, como el mar que lo rodea, paradoja de esperanza y fatalidad para tantos seres humanos que se aventuran a su corriente para encontrar una vida mejor. Menos mal que esa bandera desproporcionada está compensada a pocos metros por un pájaro arriesgado y valiente, como el talento de su escultor –Luis Quintero- que nos recuerda la dualidad humana entre el vuelo y la jaula.

jueves, 24 de abril de 2008

SOCIEDAD LIMITADA

El mundo de la política se parece cada día más al de las finanzas. Será por aquello que predijo Marx hace casi medio siglo, que sin economía no había ideas que llevar a la práctica, por mucha buena fe que se tuviera. Berlusconi hablaba el otro día de consejo de administración para referirse a su futuro consejo de ministros, y es que para qué tanto disimular: el gobierno de una nación en el mundo neocapitalista funciona para algunos como una empresa más privada que pública lamentablemente. Se confunden los intereses, los papeles y hasta el motivo fundacional.

Es ya costumbre general en el mundo, llamémosle civilizado, anunciar los programas de los gobiernos, los proyectos y los resultados a través de los medios de comunicación, como si se tratara de vender lavadoras, televisores o viajes al Caribe. Es más, no contentos con la rentabilidad que le proporciona este sistema de publicidad, algunos compran directamente o fundan sus propios periódicos, cadenas de radio o televisión: una práctica que creíamos en desuso, propia de las dictaduras o de las incipientes y defectuosas democracias, como ocurrió aquí durante el franquismo y la transición con Radiotelevisión Española y los periódicos del Movimiento. Pero mientras la independencia y la objetividad se imponen en determinados medios públicos, en otros ocurre justamente lo contrario. Es fácil encontrar en muchos municipios españoles cadenas de radio y televisión controladas exclusivamente por el ayuntamiento de turno, que dedican la mayor parte del tiempo de su programación a resaltar las hazañas y a alabar las gestiones de sus alcaldes, en un descarado ejercicio de narcisismo pagado, eso sí, con el dinero de todos sus contribuyentes. Naturalmente que tengo en la cabeza a Onda Cádiz y al grotesco espectáculo que nos depara cada día a los espectadores. Me parecería muy bien que ese canal informara a sus vecinos de las actividades que ocurren en la ciudad, incluso de los logros alcanzados y las ideas futuras, pero es que todo, absolutamente todo, se ve en amarillo, y no por los colores del equipo local, sino por el rubio teñido de nuestra regidora, que no hay noticia donde no salga el pelucón. La verdad es que todo esto huele más a podrido que a rancio, que ya es decir. Ese envoltorio y tratamiento de la noticia, además de ser una antigualla con la que cualquier alumno de periodismo suspendería en una escuela actual, es, como mínimo, autopublicidad manipuladora. Cuesta, por ejemplo, ver un reportaje sobre tal o cual pintor gaditano, sin que inmediatamente aparezca la alcaldesa inaugurando su exposición.

Y si de cartelones y de vallas se trata, Cádiz se lleva la palma. Da un poco de rubor, como ciudadano, pasear a algún amigo forastero por la ciudad y encontrarse un anuncio cada poco como si estuviésemos en una feria de muestras. Que si impulsor del puente, que si el futuro parque del cementerio, que si el bicentenario de 1812, que si la cumbre iberoamericana. Todo “con el ayuntamiento de Cádiz”, eslogan exclusivista y pretendidamente inexacto. No sé si, en el balance final de esta sociedad, las ganancias superarán a las pérdidas, pero esto no se hace ni con la conciencia, la dignidad, ni con el dinero de los ciudadanos.

miércoles, 9 de abril de 2008

ORATORIA

Con motivo de la sesión de investidura del candidato a Presidente de Gobierno, la diputada de Coalición Canaria recordaba con nostalgia los históricos discursos de antaño que quedaron como ejemplos de la oratoria española, un género literario ya extinguido por el imperio de la prisa, la información, la falta de lectura, el poco rigor en el discurso y, en definitiva, el escaso conocimiento de la lengua. Tanto los diputados de las Cortes de Cádiz, como los de la Gloriosa, la Segunda República o los periodos parlamentarios que permitieron la dinastía monárquica se significaron por su acertado manejo del discurso y los resortes del lenguaje que, unas veces para bien y otra para mal, embelesaban los oídos de sus representados como si estuviesen escuchando una radionovela. Castelar, Ayala, Pi y Margall, Cánovas del Castillo Indalecio Prieto, Manuel Azaña, Pablo Iglesias y tantos otros han hecho del diario de sesiones de sus respectivas cortes una verdadera antología del buen decir y pronunciar, tirando de todo tipo de metáforas y haciendo gala de una exposición bien planteada que, seguramente, tenía como esperanza ocupar un buen lugar literario en nuestra historia política.

Aquellos oradores no leían y apenas llevaban un papelito con dos o tres notas escritas. Los discursos se ensayaban frente al espejo y se dejaba ejercitar la memoria, como un pozo sin fondo, de donde se podían extraer las mejores respuestas para el momento preciso. Casi todo había que llevarlo muy trillado, repartido equitativamente por el sistema neuronal, sin base de datos, asesores urgentes, mensajes instantáneos ni internet que valieran. Se hablaba de puertas para adentro, al tic-tac de los taquígrafos y ante los sudores de los reporteros de las prensa escrita, que se esforzaban por captar a lápiz el esplendor de los debates con máxima fidelidad. Hoy se habla para afuera, cosa que estaría muy bien si cada orador fuera consciente de que los asuntos parlamentarios hay que decidirlos con la mecánica del parlamento, por medio de la conversación, el diálogo y el acuerdo, haciendo poco caso a la superficie, es decir, yendo al fondo de los problemas y conflictos, por muy áridos que estos les resulten al ciudadano medio.

Un rostro con una cámara de televisión delante deja de comportarse de manera natural, y automáticamente comienza a fabricar la imagen de sí mismo que quiere ofrecer a los demás. La forma de su exposición sufre sensiblemente un cambio de nivel al hablar más para los teleespectadores que para sus colegas. En un momento todo se convierte en un programa de televisión, donde el arma más peligrosa y detestable es la demagogia, ese recurso que cuenta al pueblo lo que quiere oír o lo que conviene que escuche. El primero que sufre es el lenguaje, tanto en forma como en fondo. La pasada legislatura fue una muestra del peor uso de nuestro idioma y, por ende, de nuestra educación. Lugares comunes, tópicos, refranero equivocado, desmembrada sintaxis, insultos, retórica barata, y torpe vocabulario estuvieron presentes en nuestro parlamento, cuya acepción principal, no lo olvidemos, es la acción de parlamentar, es decir, de hablar correctamente. Que la mano tendida hacia el diálogo, por parte del candidato a presidente en este nuevo período sirva al menos para eso.

JACINTO MATUTE

Quizás sea una exagerada pretensión provinciana hablar de una escuela pianística gaditana, entre otras cosas porque en la actualidad nuestra provincia carece de la suficiente tradición musical capaz de imprimir sello y estilo a sus aficionados e intérpretes. Pero lo cierto es que a lo largo del pasado siglo se sucedieron o dieron cita en la ciudad de Cádiz una serie de pianistas de primera fila que, a su vez, fueron creando un magnífico alumnado. A la sombra universal de Manuel de Falla, fueron formándose los nombres de José Cubiles, Camilo Gálvez, Carmen del Castillo, Antonio Escobar, José Ríos o Jacinto Matute, que compartían todos ellos, más que una común manera de tocar, una sutil mirada de acercarse a la música. Del mismo modo que a los intérpretes catalanes o levantinos se les identifica por una cierta mediterraneidad, podríamos hablar de una especie de atlantismo a la hora de escuchar a nuestros pianistas. Más que recrear un ambiente sonoro propio o transmitir el aire de una tierra, estos artistas gozan de una luz determinada, que hace que la música que sale de sus manos sea firme y poderosa, pero a su vez suave y marinera. Escuchemos si no las grabaciones de Albéniz de Cubiles o el Falla de Jacinto Matute, decididas y férreas, pero tocadas por el brillo de esa luminosidad.

Con la reciente muerte de Jacinto Matute puede desaparecer en nuestro país un modo de entender la música para piano. Él tuvo muy pocos alumnos, quizás por su tímido carácter y por sus otras ocupaciones. Tocaba el piano, más que como un oficio, como una vocación irremediable, que alternaba con su profesión de registrador de la propiedad. En sus tiempos -ya se sabía- la música no daba para comer y había que cubrirse las espaldas con un trabajo seguro. Su padre, Don Enrique Matute y Mira, era director del Conservatorio de Cádiz, de la Banda de Música y tenía que dar un montón de clases más para poder salir adelante. José Ríos, su compañero y condiscípulo, brillantísimo y agudo pianista, era catedrático en el conservatorio, pero su sueldo lo tenías que sacar como Perito Industrial en los Astilleros. Jacinto tuvo más suerte y pronto consiguió premios meritorios e importantes reconocimientos. De impagable contribución a la música fue su especialización en la técnica a dos pianos, que él desarrolló magistralmente durante muchos años con la sevillana Ángeles Rentaría. Esta modalidad requiere una casi genética compenetración con el otro. Por eso se suelen acoger a ella gemelos o parientes muy próximos, como las también gaditanas hermanas Palavacini o las francesas Labèque. En este campo, Matute logró todo el calor que quizás le faltaba en otras interpretaciones a solo, quizás por su sentido natural de ida y vuelta, como lo demostró en el “Concierto para dos pianos “de Poulenc o en la fabulosa versión de la “Sonata para dos pianos y percusión” de Bartok. Yo tuve la suerte de recibir algunas clases de él cuando amablemente sustituía a su amigo Pepe Ríos, y si no supe heredar su arte, sí que guardé en la memoria una de sus frases: “Cuando la música se lleva dentro, da igual las circunstancias, siempre acaba por sonar en algún momento de tu vida.”

miércoles, 26 de marzo de 2008

HORROR VACUI

Existe en las sociedades modernas un miedo inconmensurable al vacío en todos los aspectos, el horror vacui que decían los aristotélicos: “La naturaleza aborrece el vacío”. Sin embargo, no hay que sacar la frase de su estricto contexto porque, efectivamente, las cosas naturales del mundo ocupan su propio espacio, producen sus propios sonidos y generan su entorno ambiental, no dejando lugar para esa abstracción llamada “nada”, que no sólo ha dejado correr regueros de tinta desde que el hombre piensa, sino también de sangre, olor a carne chamuscada y santas guerras. El otro día meditaba sobre la nada en el romano Campo di Fiori –que es una especie de gaditana Plaza de las Flores multiplicada y renacentista- frente a la estatua de Giordano Bruno, que lo quemó la Inquisición en ese mismo lugar por sus ideas heliocéntricas, bajo presencia de toda la curia cardenalicia del momento. Muchos cayeron en ese mismo sitio por defender la nada frente a la totalidad. Qué cosa más absurda. La nada, como el todo, debería ser como un perfume: que cada uno lo use cómo y cuándo le de la gana. Pero continúa siendo imposible disfrutar del vacío, al menos de esa distancia que dejaban entre sí los edificios, las fuentes y los habitantes de la ciudad. Ahora todo está relleno de una superabundante población que imposibilita tanto el silencio como la simetría. Forasteros que se pisan unos a otros, paraguas que se alzan, no para protegerse de la lluvia, sino para guiar a las manadas de turistas, flashes, vídeos, extraños griteríos rompen la armonía de cualquier zona que ha sido caracterizada en la historia por su propia música y disposición. Pensaba en la nada en aquella plaza y también en el silencio. Trataba de oír el sonido de la fuente por encima del griterío, y tuve que hacer un verdadero esfuerzo interior para aislarme de todo lo que creía que era superfluo y concentrarme en el chorro del agua, en su pureza cristalina y en su eterno discurrir cíclico que, paradójicamente, era la antítesis del vacío.

Hay un pavor en las ciudades de hoy al silencio, quizás porque sus regidores teman que los vecinos mediten demasiado, y en el monólogo interior lleguen a la convicción de que hay que cambiar de gobernantes o, al menos, de maneras de gobernar. En el metro de Madrid han instalado unas grandes pantallas en los andenes, desde donde “informan” constantemente al ciudadano de lo que ocurre en el mundo, con voces mecha más los correspondientes anuncios. De modo que no hay forma de sustraerse a la propaganda, lo cual me parece una grave invasión de la intimidad. El otro día, en la playa de Cádiz –y ya van varias veces que me ocurre- paseaba por la orilla del mar como muchos convecinos y visitantes, y cuál no sería mi sorpresa que di un respingo y me rasqué los oídos para comprobar si lo que estaba escuchando era verdad. Nuestros responsables municipales nos amenizaron la mañana con un monográfico de Julio Iglesias a través de los altavoces. Por lo visto no basta con el sonido continuo de las olas, ni con el zumbar del viento, ni con los pregones de los vendedores ambulantes, sino que hay que escuchar música, su escogida música.. Si al menos nos pusieran a Mozart., aunque tampoco pega. Me temo que en breve nos tumbaremos al sol oyendo, por narices, la canción del verano. O lo que es peor, las proclamas de nuestra alcaldesa. Horror vacui.

miércoles, 12 de marzo de 2008

LA CARMEN DE CÁDIZ

Mientras la diosa Sara Varas protagoniza en el Teatro Falla una sugerente y atractiva versión de Cármen, se me ocurre pensar, no sólo qué habría sido de la mítica gitana de haber vivido en Cádiz en vez de en Sevilla, sino que me permito imaginarla como candidata contrincante de Teófila Martínez en las próximas elecciones municipales. ué pesadez, pensarán ustedes, aún no hemos digerido el zapaterazo y ya estamos otra vez con la misma canción. Pero es que Cádiz ha sido de las pocas ciudades españolas donde el electorado ha votado una cosa en las generales y autonómicas, y otra muy distinta en las locales, no porque el PP se haya visto demasiado alterado en el número de votos, sino porque la abstención de casi el cincuenta por ciento desfavoreció hace un año al PSOE en su lucha por la alcaldía. ¿Qué pasa en esta ciudad? ¿Tienen los gaditanos un exceso de teofilina en sangre que les entrecorta la respiración cada vez que se les habla de una alternativa más acorde con los tiempos? Por eso pienso que Carmen sería una mujer con agallas para enfrentarse, por ejemplo, a todas las ñoñerías y antiguallas que aún conviven en la ciudad, renovando el espíritu liberal que caracterizó al Cádiz de 1812, que no tiene nada que ver –dicho sea de paso- con los presupuestos ideológicos que manejan quienes hoy presumen de ese noble adjetivo.

La Carmen de Sara Varas se desarrolla en Cádiz en vez de en Sevilla. Mira el mar y la bahía en vez de los campos y la sierra, y cree en el amor como luz liberadora, más que como pasión caprichosa. La Carmen de Merimée era otra cosa: dicharachera y, a veces, malaje. Antipática, diría yo. Tuvo que venir Bizet a suavizarla y a otorgarle el verdadero carácter con su música, para hacérnosla más sensual y cercana, a pesar del disparatado libreto de Meilac y Halévy, en el que tuve la suerte de trabajar junto a Fernando Quiñones en una versión al español. Quiñones entendía Carmen como una zarzuela en francés, que no lo es. Es una ópera francesa, de las mejores, desarrollada en un paisaje andaluz que los autores no olían ni por asomo. Don José, por ejemplo, contempla nostálgico las luces de su aldea navarra desde las montañas de Granada. En la novela es peor. Cuando el militar conduce a la gitana hacia la cárcel por una estrecha calle de Sevilla, ésta se camela a Don José, nada menos que hablando euskera, pues daba la casualidad de que la muchacha habían residido de chica en el mismo pueblo. Creo que de este dato no se entero Ibarretxe, sino la hubiese convertido en el símbolo del independentismo, como la Marianne francesa. A los soldados españoles de la época le llamaban canarios por el uniforme amarillo, y en una escena en que Carmen intenta persuadir a Don José de que abandone el ejercito por ella, ante el miedo y la resistencia de aquél, exclama airada: “Voyez-vous, canari, au quartier”, recitativo que Quiñones intentó traducir tal como lo diría una Carmen de la Viña: “Vete ya, maricón, pa el cuartel”. Nos reímos, pero al final lo cambiamos, quizás por prejuicios y reparos, de esos que la Carmen gaditana nos emanciparía si alguna vez llegara a tomar las riendas de nuestro ayuntamiento.

PARTIDA DE PÓQUER

Desde que los especialistas americanos en telegenia señalaran que Nixon había perdido el debate frente a Kennedy por no haberse afeitado lo suficientemente a tiempo, la sustancia ideológica de los programas políticos ha ido perdiendo fuelle conforme avanzan las técnicas de la imagen y la publicidad. Cada vez parece importar menos el balance de una gestión o el proyecto de un determinado partido, y todo es similar a una partida de póquer, donde los faroles y la astucia de los contrincantes cuentan más que sus respectivos bagajes históricos y trayectorias personales. El debate celebrado entre nuestros dos principales candidatos fue minuciosamente montado por todos los implicados, pero especialmente por un sector profesional de nuestra sociedad, empeñado en conducir al ciudadano por la senda de lo puramente ornamental y anecdótico, con la clara intención de desideologizar su opción política y remplazar su postura ética por una cuestión azarosamente estética, que tenga más que ver con los colores de las corbatas de los protagonistas que con aquellos que simbolizan sus banderas.

Es curioso que en países como Estados Unidos, con uno de los mayores niveles de abstención electoral del planeta, las familias se reúnan frente al televisor para celebrar los debates electorales como si fuera el Día de Acción de Gracias, saldando así sus deudas ciudadanas con la democracia. El debate cumple entonces la función de un paraguas engañosamente global y participativo, al que nadie debe eludir por miedo a quedarse fuera de un evento festivo que será motivo de comentarios y conversaciones en días sucesivos y de los que no conviene quedarse fuera. No se ha comprobado que por medio de los debates televisivos la participación aumente en las elecciones americanas, ni siquiera que sirva de información o aclaración de ideas a los posibles electores. En España estamos aún lejos de estos síntomas, pero preocupa el hecho de que todos los preparativos, formatos y jaleos mediáticos se parezcan cada vez más a lo que allí ocurre. Es como si se organizara otra campaña dentro de la campaña, destinada a alterar la vida del vecino por una hora, de la que tiene que sacar las últimas conclusiones a cara o cruz; una campaña dirigida por otros mandamases que no responden del todo los diseños de los partidos en liza, sino a unos intereses superiores que tratan de reducir la política abierta para todos a una sesión televisiva ajena a nuestras decisiones, abandonada a la suerte de dos jugadores de póquer. En el debate del lunes, no obstante, quedó claro que aún existen actitudes que nos conducen al progreso, a preservar la educación o la sanidad públicas, a ser más cuidadosos con los más débiles, más tolerantes con los diferentes, más esmerados con el planeta, más solidarios con el emigrante y más respetuosos con la memoria colectiva, frente al engaño, la privatización absoluta, la máscara del falso patriotismo para administrar sus intereses, el carcundeo, los privilegios egoístas y la lucha contra el recuerdo hasta borrar de un plumazo la historia que más les incomoda. Aún se puede apostar por la partida
Publicado el 29 de Febrero de 2008

lunes, 18 de febrero de 2008

AURORA DE ALBORNOZ Y EL ÚLTIMO JUAN RAMÓN JIMÉNEZ


La idea de reunir en un volumen todos los textos críticos que Aurora de Albornoz escribió sobre Juan Ramón Jiménez creo que se nos ha pasado por la cabeza a todos los que fuimos sus discípulos y amigos, pues la figura y obra del poeta de Moguer fueron tan decisivas en su vida y formación que no hubo un encuentro, charla o incluso conversación telefónica que mantuviéramos con ella en la que, de forma natural, no surgiera un verso, una anécdota, un juicio acertado o una oportuna apreciación suya sobre la obra del poeta que nos ayudara a comprender la vida. Por sabiduría, buen hacer, sentido crítico, jerarquía académica, iniciativa y, sobre todo, por amistad, le ha correspondido tal empresa a Fanny Rubio, y es muy de agradecer, no porque nos haya ahorrado el trabajo a los demás –que no es poco-, sino porque lo ha llevado a cabo con rigor, respeto, fidelidad a los criterios de nuestra autora, y con el hilo fino que se necesita para tejer toda esta serie de minuciosos escritos que, aunque han funcionado autónomamente cada uno en su momento, forman un vasto y rico mosaico, importantísimo en su totalidad, para adentrarse y entender la obra de nuestro Premio Nobel. El estudio preliminar del libro, que Fanny titula “El juanramonismo de Aurora de Albornoz”, resume nítidamente la percepción crítica, la intuición y el análisis con los que nuestra amiga y, me atrevo a decir –al menos en mi caso, nuestra maestra. se acercó a la obra de su adorado poeta. Aurora de Albornoz –escribe Fanny- resume la poética juanramoniana en la mezcla de instinto e inteligencia, afirmación que podríamos trasladar a la mirada crítica de Aurora. Instinto e inteligencia a partes iguales, no entendiéndose la una sin la otra, porque como sugiere el propio JRJ, la poesía es siempre instinto interpretado por la inteligencia. Nada de esto sería del todo explicable si ignoramos la faceta creadora de Aurora de Albornoz, no sólo en su visión crítica, sino como poeta. Autora de poemarios como Brazo de Niebla, Prosas de Paris, Poemas para alcanzar un segundo, Por la primavera blanca o Palabras reunidas, su acercamiento al texto –como he señalado en otras ocasiones- tiene más que ver con el espíritu intuitivo del poeta que con el empirismo académico, aunque no falten en sus apreciaciones rigurosidad y corporeidad científica. No olvidemos, por otra parte que la profesora de Albornoz había cursado su maestría en Literatura Comparada cuando en nuestro país esa disciplina aún estaba en pañales, y precisamente había recibido clases de JRJ en el año 1953, en la Universidad de Puerto Rico, en cuyas clases se hablaba no sólo de poesía escrita en español, sino de los poetas catalanes, de Verdaguer, de Baudelaire, de Yeats o de Rilke. Su método de análisis es pues resultado de un estudio sistemático de todos los factores literarios paralelos al objeto de estudio en espacio y tiempo. Todo esto lo aplica a Machado, a Unamuno o a Juan Ramón, por citar tres definitivos poetas a los que dedicó gran parte de su trabajo, del que partiría una amplia red que abarca la obra de grandes poetas americanos, como Martí, Darío, Vallejo o Neruda.

En El Juan Ramón de Aurora de Albornoz se sistematiza un pensamiento y se solidifica una interpretación totalizadora sobre una obra total, sobre un poeta total, podríamos decir mejor., entendiendo por este concepto la negación a limitarse a interpretar solamente un aspecto de la realidad. Juan Ramón pretendía, y lo consiguió, aprehender lo inaprensible, el lado oculto de aquello que creemos que es verdad. Para acercarse a un poeta de esta naturaleza, de aspiración a “la estación total”, no bastan ópticas parciales, ni analíticas puramente semánticas, ni planteamientos historicistas, ni fórmulas estructurales, sino una comprensión general de la “obra en marcha”, grandiosa y desbordante, de estilos y cambios plurales, continuamente en proceso de autocorrección. La perspectiva global de nuestra crítica aglutina todas las parcelas y utiliza numerosas herramientas con la sutileza y maestría que se requiere en este caso. En esta relectura me ha sorprendido, en un momento del largo ensayo dedicado a la Nueva Antolojía, y que se publicó como prólogo a la edición de Barcelona, en 1973 (Ed. Península), al referirse al concepto de “poeta total”, nuestra autora señale que “lo total significa, en el lenguaje del poeta, lo que más o menos significa para el común de los hablantes”. Pero unas páginas más adelantes dice textualmente: “En el apartado precedente afirmé que lo total, la poesía total, significaba para Juan Ramón lo general, lo universal. Sin embargo, y a pesar de los hallazgos del momento anterior, quizás faltaba un algo que, a mi ver, el poeta alcanzará en los últimos años: el poeta quería explorarlo todo: el tiempo y la eternidad; la vida y la muerte; el mundo de la conciencia y el subconsciente... Quiso sentir su alma una, y al mismo tiempo, fundirse con la naturaleza. Quiso a través de la creación hacerse dios.” Yo recuerdo la insistencia de Aurora en este término, dios con minúscula, como el poeta utiliza la palabra en el poema Espacio, dios como palabra, como logos, no en el sentido eminentemente religioso del término, sino en el ético y estético a la vez. Cuando el instinto y la inteligencia han logrado hallar la palabra, “el nombre”- nos enseña Aurora- el poeta encuentra finalmente a dios. Juan Ramón intenta no solo conocer a dios, sino participar de la “divinidad”, nos dice. ¿Y no es esto la esencia de los buscadores, de los sufíes, de los budistas, y de tantos hombre y mujeres, poetas o no, perseguidos, juzgados y condenados por la religión de turno? Aurora cita un poema de Dios deseado y deseante, libro que aunque le parece desigual, cree –como ahora creemos todos- que es de las obras más arriesgadas y punteras de JRJ. Poema este muy ilustrativo de la visión última del poeta, de ese diálogo de tú a tú con su propia conciencia, la palabra o la divinidad:

Tu estás y eres
Lo grande y lo pequeño que yo soy,
en una proporción que es esta mía,
infinita hacia un fondo
que es el sagrado pozo de mí mismo.


Aurora de Albornoz fue una intelectual comprometida con su tiempo y su trabajo, como lo fue también Juan Ramón Jiménez, de quien se atrevió a poner en claro públicamente sus ideas políticas, sociales, económicas y estéticas, aguantando más de una impertinencia de aquellos que se oponían ,y se siguen oponiendo aún, a aceptar una postura de izquierda en nuestro exiliado. La recuerdo en un coloquio en la Universidad de Sevilla, donde aportaba unas declaraciones de Juan Ramón a un periódico de La Florida en el que se declaraba socialmente comunista y económicamente federalista. Uno de los participantes en la mesa, concretamente, el escritor Aquilino Duque, saltó inmediatamente de la silla diciendo que eso era una barbaridad o, en todo caso, una de las boutades de nuestro raro poeta. Aurora argumentó que no era precisamente una broma decir eso en los Estados Unidos, en plena caza de brujas. Al día siguiente, este señor firmaba un artículo en El Alcázar, nada menos, poniendo en cuestión la labor crítica de Aurora y censurando la voz de todos los presentes que la defendimos. Viene esta anécdota al caso porque Aurora sabía combinar perfectamente la grandeza espiritual de JRJ, su cosmovisión, su idea de pureza con la materia cotidiana. Jamás intentó arrimar el ascua a su sardina, como suelen hacer otros críticos y profesores para ilustrar su propia teoría, sino que comprendió, en todo momento y lugar, la utilización de palabras y conceptos, la mirada, la focalización y el universo cambiante, mejor dicho, evolutivo del poeta, tanto de su personalidad como de su obra . Sabía que, pese a la valentía del poeta, pese a su exilio dolorido y su tormentosa nostalgia, al término “comunista” le otorgaba Juan Ramón un carácter mucho más universalista, unitario, participativo y totalizador, que el utilizado generalmente en el lenguaje político. JRJ evidentemente no era un marxista, como tampoco lo fue del todo Aurora de Albornoz, a pesar de su militancia, su lucha antifranquista o su “aggiornamento gramsciano”, como a ella le gustaba decir, mientras aspiraba elegantemente el humo de su larga boquilla. Sabía que el mejor Juan Ramón, aquel que estaba todavía por descubrir y leer entre los españoles, y al que la crítica había ignorado, quizás por la excesiva dosis de realismo de la poesía del medio siglo, por el imperativo de la poesía social de aquellos tiempos, era el del proyecto de Cuadernos, el de Lírica de una Atlántida, el de Espacio, el más etéreo, aquél que deseaba componer un poema sin asunto, sin argumentos, dejándose llevar por el ritmo interno de su discurso, como en una sinfonía de Mozart o en una sonata de Prokofiev, según palabras del propio poeta. Sabía también que su pureza, el concepto “poesía pura” era sinónimo, no de eclecticismo ni de vaguedades, sino de desnudez, de esencia y sustancia. Como Octavio Paz, Aurora de Albornoz siempre reivindicó Espacio como el gran poema de la lírica española del siglo XX, comparable, por su extensión, capacidad abarcadora y concepción fluvial, a Asfódelos de Williams Carlos Williams o a Oda Marítima o, quizás Tabacaria, de Álvaro de Campos, o lo que es lo mismo, de Fernando Pessoa. . Supo enseñarnos cómo leer este magnífico poema, cómo interpretarlo poética y musicalmente y, sobre todo, como participar de un Juan Ramón ya instalado en el centro del mundo, su mundo, creador de ese espacio sólo al nombrar, sin tiempo, sin otras coordenadas que su aquí y ahora.
Mucho he hablado con Aurora de este poema y de su estructura musical. Ella amaba la música, aunque no fuera una gran melómana, adoraba el bolero, pero también disfrutaba con Bach, Beethoven o Mahler, y se atrevió a estructurar el texto como si se tratara de un poema sinfónico dividido en tres movimientos, a partir de un tema o célula melódica, que viene a ser toda la espina dorsal de nuestro grandísimo poeta: “Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo”, verso o versículo que más que un inicio indeterminado, es una respuesta anticipada a todo el discurrir del poema. Después, el tema se repite o se sucede con variantes, volviéndose hacia fuera y hacia adentro. Dice ahora el poeta al pájaro: “Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tienes tú”. Frente a la idea circular que proponen otros críticos, Aurora habla de un ciclo en espiral, que no se acaba nunca porque nos conduce a un centro, desde donde uno gira y gira al revés de nuevo, hasta volver a recorrer el mundo, su mundo. Un mundo donde Moguer está en La Florida, donde el mar de Sitjes,, su tercer mar, está en las aguas azules de Coral Gables, donde su infancia está viviéndose allí donde la vejez se vive ahora. Es un tumulto ordenado por la palabra, el ritmo, el origen poético de ese caos primero. Los motivos van surgiendo a lo largo del texto, convirtiéndose enseguida en temas-clave, según musicalmente nos propone esta sutil lectura: se asoman y se ocultan, se reiteran, se desarrollan y se convierten en melodías autónomas. Aurora propone un tema con variaciones. Yo lo juzgaría como un leit-motiv wagneriano, o mejor, como la idée fixe o idea fija que encarna al héroe en la Sinfonía fantástica de Berlioz, que viene a ser la repetición aleatoria del tema melódica en diferentes timbres.
Espacio-nos dice Aurora- es, entre otras tantas cosas, el triunfo del “pensar poético de su creador: este interrumpido monologar de la conciencia es un fluir del instinto interpretado –comprendido- por la inteligencia. Mucho habría que hablar sobre la idea de la conciencia como pensamiento autónomo, suspendido, como la palabra poética. Y ese lugar que no puede independizarse del cuerpo, que si es más allá de la muerte, a Juan Ramón le ocurre como a Unamuno, que no la va a sentir en él. “porque el hombre que se sabe de la misma sustancia de los dioses –dice Aurora- sabe, igualmente, que la conciencia -la que hizo palabra a palabra- no sobrevivirá al ser de alma y carne que la ha formado, que la ha cantado”: Dime tú todavía ¿No te apena dejarme? ¿Y por qué te has de ir de mí, conciencia? ¿No te gustó mi vida? Yo te busqué tu esencia? ¿Qué sustancia le pueden dar los dioses a tu esencia que la que tengo yo...¿Y te has de ir de mí tú, a integrarte en un dios, en otro dios que este que somos mientras tú estás en mí, como de dios? Parece que la oigo, a Aurora, más que a él, recitando estos versos o estas prosas, estas preguntas finales de un poema, de una vida que comenzó con una respuesta. Mucho nos quedó por hablar de esa conciencia y de ese dios con minúsculas, porque como dice JRJ y subraya nuestra maestra: “nada es en realidad sin el destino de la conciencia que realiza.” O como escribe Aurora en este libro sobre el poeta .y que es aplicable perfectamente a ella: “El que ha creado, ha trabajado en la búsqueda de un dios.”

Madrid, 15 de Febrero de 2008
Círculo de Belllas Artes
Presentación del libro :
El Juan Ramón de Aurora de Albornoz
Edición de Fanny Rubio

miércoles, 13 de febrero de 2008

"UNTADOS"

En casi todos los países democráticos es práctica habitual que los partidos políticos busquen el respaldo de la inteligentzia, con el fin de hacer más convincentes sus propuestas para el resto de la sociedad. El intelectual ha sido considerado históricamente una especie de guía alumbrador capaz de poner en orden las ideas de un conjunto social, y su conducta ha venido siendo ejemplo, en muchas ocasiones, de compromiso e independencia. A esta capacidad, los artistas añaden su intuición, finura o percepción para captar los más recónditos sonidos y movimientos de la condición humana, anticipándose incluso al porvenir de la sociedad por medio de su propio arte. La televisión ha cambiado todo actualmente, y resulta que un presentador, comentarista del corazón, futbolista o actriz de culebrón tiene más predicamento que cualquier filosofo o novelista. Así, no es extraño que la lista de los “abajo firmantes” o la foto de apoyo a tal o cual partido vayan encabezadas por “famosos”, más que por especialistas del mundo de la cultura. El otro día, por ejemplo, en la presentación de la Plataforma de Apoyo a Zapatero, casi ningún periódico ni televisión resaltó la presencia de Juan Goytisolo, posiblemente la persona más reconocida internacionalmente por su compromiso social y la defensa de los derechos humanos de cuantos se encontraban allí por propia iniciativa, además de un hombre que no suele frecuentar este tipo de actos electorales.
Le faltó el tiempo al candidato Mariano para arremeter contra esas miles de firmas que, según él, tratan de mantener sus privilegios, acusándolas de ser simplemente “cuatro caras untadas por el PSOE” . Reconozco que tal infamia no me molestó particularmente, pues ya estamos acostumbrados a la grosería verbal de Mariano y sus jinetes, pero sí me indignó su desprecio por los pintores, cineastas, músicos, científicos, investigadores y escritores que estamparon su nombre en la lista, más por secundar una política progresista y socialmente avanzada que por interés personal. También dio muestra Rajoy de hipocresía, ocultando que el PP organizó campañas de apoyo del mundo de la cultura a su alter ego Aznar, telefoneando e insistiendo incluso a los más desafectos para asegurarse una buena foto. En aquella ocasión, creo que no lograron reunir más de una docena de celebridades, entre las que brillaba su más famosa estrella, Norma Duval. Por cierto, a dicha artista le concedieron ipso facto un programa en TVE, lo mismo que a José Luis Garci o Sánchez Dragó, que acudieron también a la convocatoria. Al poeta Luis Alberto de Cuenca -el menos de derechas de todos y el más capacitado-, le hicieron bibliotecario nacional y después Secretario de Estado para la Cultura. A Luis Racionero, a pesar de su plagios o “intertextualidades”, le dieron también la dirección de la Biblioteca Nacional y más tarde la del Colegio de España en París. Asistieron también la ristra de periodistas que colaboraron con su pluma a la diseñada operación de acoso y derribo de Felipe González- según el propio Ansón-, que fueron convenientemente recolocados como nuevos tertulianos apologetas. Jiménez Losantos no lo necesitaba, pues ya tenía el regalo anticipado de la Conferencia Episcopal. En fin, mala memoria, Mariano. O lo que es peor, envidia cochina.

jueves, 31 de enero de 2008

ESTO NO ES CARNAVAL

No soy ni mucho menos de aquellos añorantes de las Fiestas Típicas Gaditanas, cuando los mandamases del franquismo, por aquello del miedo al enemigo, le temían a las máscaras y prohibieron el carnaval, sustituyéndolo por una especie de juegos florales, donde una dama de la nueva alcurnia era coronada entre ripiosos piropos de algún poetastro local. La reina de las fiestas era acompañada por el alcalde o el gobernador civil que, en algún momento, lucían el uniforme de gala con camisa azul incluida. Había baile en el Falla donde, por supuesto, el pueblo se quedaba en la puerta, contemplando como entraba lo más granado de la sociedad. Las agrupaciones brillaban por su ausencia en las calles, pues todas estaban contratadas de antemano para actuar en fiestas particulares y selectos restaurantes. Hasta llegó un momento en que las autoridades locales decidieron trasladar las fiestas a mayo, por aquello de huir de febrerillo el loco, convirtiendo lo que quedaba de carnavalesco en una vulgar feria de pueblo. La gente, sin embargo, esperaba a los coros y chirigotas con la afición de siempre, un entusiasmo que se manifestaba una vez al año para oír en las coplas aquellas metáforas verdusconas que no podían escucharse en la vida normal. Pero llegó el “vaporcito del puerto” y todo lo cambió. Los pasodobles de Paco Alba inauguraron una lírica más lamiosa que popular. De alguna manera, sus forman edulcoraron el gesto disparatado y surrealista (o realista del sur, como decía Roberto Arlt) del carnaval. Las malas o las buenas lenguas –según se mire- decían que las letras se las corregía Pemán. A partir de aquel refinamiento chirigotero comenzó a crecer la comparsa como espectáculo de voces y tipos, donde la luz, el color, la armonía y los efectos tímbricos fueron sustituyendo o dejando a un lado el sonsonete bronquista y esperpéntico que ha caracterizado por encima de todo a nuestros carnavales. Con la llegada de la democracia la caja y el bombo recobró impulso, y los cachetes pintados de colorado volvieron a alternarse en plena calle con el ritmo peculiar de sus cuerpos.

Hace mucho tiempo que Cádiz recuperó su verdadero carnaval, con proliferación de agrupaciones espontáneas o “clandestinas”, echando el ingenio y la imaginación para afuera en calles y plazas. Pero al mismo tiempo estamos asistiendo a un proceso de vulgarización y chovinismo, sustituyendo la cursilada añeja por la chavacanería actual. Por un lado, las letras son cada vez más localistas, no entendiéndose su pleno significado ni en San Fernando. Por otro, la televisión y la esperanza de saltar al estrellato que ofrece la pequeña pantalla se imponen en el espíritu y en las formas de muchos de nuestros comparsistas, y cuando llegan al Falla parecen comportarse como los concursantes de Operación Triunfo ¿Cuándo en Cádiz se ha escuchado tanto falsete como hoy, si solo era un adorno caricaturesco para subrayar determinadas frases musicales? Ahora las falsas octavas se han convertido en la atracción de la copla, creando así un también falso ambiente seudoemotivo que sustituye a la voz y a la gracia natural. Casi todos suenan a Andy y Lucas o, al menos, sueñan con emular su fama. Eso por no hablar del botellón hortera de la ostionada-erizada-pestiñada; del bochornoso espectáculo que nos dieron los presentadores invitados durante las retransmisiones de Canal Sur el pasado año, que sentía uno vergüenza ajena, o de la consigna antológica del mal gusto y del peor patrioterismo chico, esa perlita de "En Cádiz hay que mamar", que resulta que no es de la autoría del pregonero Jesús Quintero, como creíamos hasta hace poco, sino de Antonio Burgos , que últimamente la reivindica como si fuese un verso de Garcilaso. Permítanme que piense que esto será otra cosa, pero esto no es carnaval.

viernes, 18 de enero de 2008

SUEÑOS

No sé si por las noches algún sueño de grandeza invade la tranquilidad y el sosiego de nuestra Teofila. La perturbación del poder es tan mala, inesperada e inabarcable, que azuza las conciencias de los durmientes más profundos, hasta el punto de enajenarles o maldecirles con el insomnio crónico. Nos consta que otrora quiso ser ministra de algo importante y que su entonces jefe de filas la convenció de que se quedara en la alcaldía de su milenaria ciudad que, al fin y al cabo, había salido elegida directamente por unos votantes que tenían a sus espalda la tradición más antigua y arraigada de la democracia española. Nuestra ayuntadora se conformó por un momento, pero pronto le vinieron repentinamente las ganas de ser más, y volvió a mirarse como Blancanieves en el espejo para preguntarse qué le faltaba a ella que tuviesen los demás. Quiso ser presidente de todos los andaluces, en una demostración de su carácter jándalo, y se presentó a las elecciones autonómicas, que perdió por aquello del voto cautivo, según sus explicaciones postelectorales y las de su propio partido. Resulta que sus votantes depositaron la confianza en ella como alcaldesa de la ciudad, pero ni en pintura la querían como cabeza visible del gobierno comunitario, que ya tenían a una y bien grande. Intríngulis de la democracia. Pero en ningún momento ha renunciado Teófila al acta de diputado en el Parlamento nacional o regional porque, entre otras cosas, sabe que es en esas cámaras donde se cuecen las habas de la política. Allí se apuesta, se puja, se negocia, se miden fuerzas, se juega, se farolea, se cambia, se vende, se amenaza y se dice aquí estoy yo. Si no, por muchos votos directos que exhibas en la urna municipal te puedes quedar para vestir santos, aunque sea a lo grande, en el Vaticano y de embajador, como el coruñés Vázquez.

Teófila ha sabido medir sus fuerzas frente al ejecutivo de su partido y encabezará la lista por Cádiz en los próximos comicios, dejando así en ridículo las declaraciones de algunos de sus compañeros cuando argumentaban que las aspiraciones gallardonescas eran incompatibles con la alcaldía. Ella sabía, de antemano, que no iba a tener problemas, ya que nunca se le ha ocurrido coquetear con el lado más abierto de la derecha, sino que siempre ha formado parte del sector más duro, gritón y regañadientes, y se ha ganado el puesto. Si yo fuese el diseñador de campaña del PP, la pondría en jarras y en actitud amenazante, enseñando los dientes, entre los dos leones del Congreso, como el Hércules del escudo local.

Dicen las malas lenguas que Gallardón bien podría encontrar un sitito en las listas socialistas. No lo creo, porque si no esto sería ya un cachondeo intercambiable. ¿Se imaginan a Teófila con una pataleta y compartiendo lista, por despecho, con Rubalcaba? Todo podría pasar si el poder de Morfeo se apoderara de su ser, y en uno de sus sueños se viera a sí misma, no con el bastón de mando local, sino ocupando plaza en Moncloa. ¿Se imaginan que un arrebato, como una posesa, acabara llamando a las puertas de San Antonio?. Al menos (también tenemos los demás derecho a soñar), dejaría por un ratito el ayuntamiento y a los Rajoys, Acebes y Zaplanas le daría un síncope, de momento.

miércoles, 16 de enero de 2008

LA MÚSICA PENSADA DE EUGENIO TRÍAS

El canto de las sirenas (Argumentos musicales)
Eugenio Trías. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Barcelona, 2007. 1007 pp.
La música viene a ser como un catalizador de la sensibilidad colectiva o, más bien, de la educación de sensitiva y emocional de las sociedades. La memoria de los pueblos se remite al origen del canto y de la danza, y a partir de ahí diversifican los caminos de la expresión, como un mapa de neuronas donde se concentra todo su potencial contra el olvido. La música es, pues, primer sonido y último, vibración primitiva y horizonte sonoro para el futuro. Por eso, la atención que los diferentes países prestan a la música a través de sus instituciones pertinentes repercute en el nivel cultural, intelectual y artístico de sus habitantes, invitándoles a dar forma coherente a sus distintas maneras de entender el mundo. Muchos han sido los intelectuales y artistas europeos que se han ocupado abierta o tangencialmente de la música desde sus respectivas disciplinas, hasta el punto de que es imposible aprehender en su totalidad la una sin la otra, desde Platón o Arístides Quintiliano hasta Ezra Pound o Theodor W. Adorno. La música, por otra parte, no sólo ha sido motor del pensamiento filosófico, sino motivo inspirativo de poetas, novelistas o pintores, como es el caso de San Juan de la Cruz y su música callada, Tomas Mann y su Doktor Faustus o Serge Cherchoune y sus últimos oleos sonoros. Desde la antigüedad hasta nuestros días ha venido siendo relativamente normal la incursión del discurso inteligente y artístico en el ámbito musical, tanto en oriente como en occidente. Sin embargo, algo extraño ha ocurrido en nuestro país desde este punto de vista, dado el escaso interés por parte de nuestros pensadores a asomarse, ni siquiera por curiosidad, al territorio de la música, no sólo como tema de discusión, sino como mero aficionado. Salvo aisladas excepciones –Lorca, Gerardo Diego, María Zambrano, José Hierro, Ángel González o algún que otro poeta- el panorama es desolador. Recordemos los versos de Unamuno, aferrados a la palabra como significado monolítico, que no polisémico: "¿Música? ¡No! No quiero los fantasmas/ flotantes e indecisos,/ sin esqueleto...” Puede ser entendible este desinterés general por el poco cuidado que nuestros políticos y educadores han prestado a la enseñanza musical desde tiempos remotos hasta nuestros días. Así no es extraño leer en las tribunas de los periódicos opiniones elementales de nuestros admirados escritores, como son los casos recientes de Félix de Azúa o Caballero Bonald poniendo en “solfa” la música después de Schönberg o la belleza y efectividad de la ópera. Al fin, tras las -para mí- inestimables aportaciones de García-Bacca, que Eugenio Trías afirma no entender del todo, el filósofo catalán nos regala un volumen de mil páginas que, bajo el título de El canto de las sirenas, es sin duda el esfuerzo más importante realizado en el espacio musical, no sólo por un “creador” español, cuya principal tarea se sitúa en el mundo del pensamiento y la filosofía, sino por un hombre que conoce la música de cerca, sus entresijos y sus estructuras, su fenómeno físico y su imagen sensorial, su evolución y su historia.

El título del ensayo está recogido del mito de Er, relato final de La República de Platón. Er nos cuenta los sucesos que acontecen al alma en el más allá y nos habla de la música de las esferas, una serie de círculos que giraban en órbitas concéntricas. Encima de cada círculo, una sirena emitía un sonido del mismo tono, y de todas las voces surgía un acorde mágico, origen de vida y movimiento. Las sirenas tenían el poder de atraer con su canto a todos los hombres, hasta el propio Odiseo homérico, que tuvo que atarse al mástil de su embarcación para no arrojarse al mar y a la música. Título nada casual ni antojadizo, pues en todo el fluir del libro permanece la idea platónica del sonido como motivo subyacente, principio de la vida y concepción aritmética del mundo, puerta y vehículo, a su vez, hacia una luz esencial que nada tiene que ver con la acepción esotérica que le otorgan los místicos, sino con una realidad poco frecuentada por el hombre común, capaz de explicarnos, a veces, facetas desconocidas o, al menos, poco frecuentadas de nuestro ser. Pitagórico y lector del Parménides, Trías se sumerge en los mares de la lógica para sacar a flote la relación natural entre palabras y sonidos, más allá de sus aparentes significados, porque “la música hallada en las esferas celestes puede reencontrarse en el alma que las gobierna.” Es entonces cuando nos reconocemos, desde nuestro ser más sensible, en las armonías del universo, “del alma del mundo”. El daimon es entonces, a través de esta música, un intermediario entre dioses y mortales, un filósofo “hermenéutico” atraído por la más excelsa de las formas, que es la Belleza..Lo bello es, pues, la naturaleza del arte, de la esencia y del logos; en lo bello y en su forma más pura y cristalina se concentra la música, desde la lira de Orfeo hasta los sonidos electromagnéticos de Xenakis, quien “coteja” o alegoriza el mito de Er por medio de la representación musical de una supernova.

El canto de las sirenas es una colección de ensayos sobre los principales compositores de la cultura occidental o, para ser más preciso, de la cultura europea, que parten de Monteverdi y su rotunda y definitiva propuesta en el mundo de la escena, hasta el griego Iannis Xenakis, a quien se dedica uno de los capítulos más sugerentes del libro, en cuanto atañe al futuro de la música y a los nuevos conceptos sonoros que, al tiempo, enlazan con el quadrivium medieval –aritmética, geometría, astronomía y música- o con el trivium –retórica, gramática y poética-, como un último compendio o llave que abre dos puertas y enlaza los caminos de la tradición y el porvenir. Este canto no se trata de una historia de la música, pues nada más lejos de los propósitos del autor que fijar un código o un canon académico sometidos a fechas y estilos, sino de un recorrido por las diferentes maneras de pensar musicalmente que ha utilizado la sociedad a partir del Renacimiento, para así explicarnos más a fondo nuestro comportamiento. O mejor, del pensamiento que generan las obras en si mismas, en su tiempo y más allá de su tiempo. El libro porta como subtítulo general el epígrafe de Argumentos musicales con toda la razón, porque aunque se haga hincapié en el carácter abstracto del lenguaje sonoro y de la autosuficiencia de éste, en el sentido de que no requiere de ningún componente literario o extramusical para realizar su principal misión, sí que el pensar que destilan las obras construye un entramado argumental en sí mismo, en cuanto viven y son autónomas por su propio pensamiento. Así, el autor subraya el hecho de “pensar la música” como una disciplina filosófica que no debe escaparse en pos del excesivo diletantismo ni del análisis puramente técnico. Pensar la música es para Trías sumergirse en su discurso y dejarse llevar por la emoción de su caudal, pero también, o fundamentalmente, tomar conciencia de su decir, porque la música, más que ningún otro arte, mantiene viva la llama de su poíesis, a pesar de las teorías y reflexiones que sus complejas estructuras puedan ocultar en apariencia. El pensamiento, pues, no surge sólo de la persona que escucha o analiza, ni siquiera del propio compositor, sino de la obra misma, constituida como un ente en perpetuo movimiento, manantial de vida y fuerza que se adapta a los tiempos y, de algún modo, “sirve” a los hombres. La música, pues, se piensa a sí misma y se argumenta, al tiempo que invita a los demás a hacer un ejercicio de reflexión . Dicho sea de paso, Pensar la música fue el primer título que el autor escogió como encabezamiento de este ensayo o, quizás, de la primera parte de este libro, que ocupa más de ochocientas páginas, dividida a su vez en veintitrés extensos capítulos, dedicados cada uno de ellos a destacar la línea argumental o factura de pensamiento de los compositores más grandes que han influido, tanto en la formación personal de nuestro filósofo, como en el devenir de la cultura occidental: Monteverdi, Bach, Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert, Mendelssohn, Schumann, Wagner, Brahms, Bruckner, Mahler, Debussy, Schönberg, Bartok, Stravinski, Webern, Berg, Richard Strauss, Cage, Boulez, Stockhausen y Xenakis. Se lamenta el autor de no haber tenido más espacio para incursionarse más en el tiempo y haber acudido a los grandes polifonistas renacentistas o rastrear las obras de otros compositores menos canónicos, pero importantes por sus aportaciones, como es el caso de Chopin, Liszt, Sibelius, Ravel o –por qué no- nuestro internacional Manuel de Falla. De hecho, Trías nos promete un segundo libro, donde seguro que abordará una serie de temas nacidos de la redacción de este sugerente volumen.

La segunda sección, denominada “Coda filosófica”, puede decirse que es la parte más concienzuda del libro, en cuanto plantea una meditación sobre el concepto de la música, ya sin atributos ligados a determinadas obras o autores, sino como fenómeno sonoro propio, como verdad en si misma, arte y silbo que permite resonar la música callada o música extremada “que surge de la oscuridad uterina de la matriz, música materna que se puede concebir como música celeste o paradisíaca.” Como su rótulo indica, se trata de una coda o adición final a esta especie de sonata que representa el grueso del ensayo, y en este caso “filosófica” porque en ella se hace filosofía, se piensa filosóficamente el hecho musical, engranando epistemológica y sistemáticamente con la preocupación motriz de Trías en su etapa más reciente y brillante, representada en Lógica del límite y La edad del espíritu. Sin embargo, advierte el autor que, aunque estas páginas son aparentemente las más continuadoras de su tarea “pensadora”, no deben centrar los filósofos sus entendederas en este texto, obviando el primer apartado, pues es este el que otorga sentido y naturaleza al resultado final, como en los mejores movimientos de cualquier sinfonía de Haydn o Beethoven. A su vez, esta coda final se subdivide en tres apartados. El primero de ellos nos adentra en la relación entre música y filosofía a partir de Platón , instaurando los primeros principios. La música no es un arte solitario, al margen del discurrir humano, sino que armoniza el alma con el cosmos o el alma con la ciudad, pudiéndose considerar entonces la filosofía como “la mejor música” Si la filosofía, más como necesaria indagación del ser, que como mera disciplina interrogadora, es fruto de la vivencia en el Límite o Ápeiron -que era la menera platónica de establecer los primeros principios-, la música, en cuanto pneuma o aire, envoltorio de la palabra o primer aliento del logos, es límite también, límite por encima del ser y de la esencia. La filosofía era para Platón la mejor de todas las músicas (El banquete), y en el lugar del límite se establecen los primeros fundamentos que otorgan carta de naturaleza al pensamiento y a la sabiduría. Sin embargo –según aclara Trías siempre ilustrando su teorema- desde Parménides y Aristóteles hasta Hegel o Heiddegger tal ciencia del límite fue suplantada por la ciencia del ser, ocultando así el espacio de donde nace la verdadera conciencia dual -y no opositora- entre el ser y la nada, esencia, sustancia o realidad. La música suena en ese lugar del límite donde todo es armonizable, la concordatia opositorum, que juega un importante papel no sólo en las altas definiciones del ser o el existir, sino en el propio estilo de vida, en la escritura de la música según las diferentes escuelas, épocas y compositores.
“El hilo de Ariadna”, como guía que ayuda a encontrar la salida del laberinto, es el segundo apartado de la “Coda”, donde se aborda uno de los debates más intensos que se han suscitado en el mundo de la música, y que no es otro que la estrecha relación natural entre palabra y sonido: sonido como fuerza interna del logos, pero también como envoltorio exterior del símbolo, portador de significados reales. En verdad, el núcleo de dicha reflexión se reduce casi necesariamente al hermanamiento entre música y poesía, que al apuntar de María Zambrano eran a veces almas gemelas. Prima la musica e poi la parole./ Primo la parole e poi la musica..., como Richard Strauss y Clemens Krauss entretejen en un ejercicio metamusical, a partir del título que dio el abate Casti a una ópera para Salieri. “Todo el nudo argumental y conflictivo de la música occidental –escribe Trías- se halla atravesado por esa problemática que afecta tanto al orden musical como al verbal, o a los complejos vínculos de la música y poesía. Halla por eso (Strauss) una clarificación evidente en el argumento de esa ópera dentro de la ópera” (Capriccio). ¿Cómo concebir entonces a Beethoven, Schubert, Liszt, Diepenbrock , Wolf sin Goethe, Petrarca o Novalis? ¿O las dos conjunciones perfectas que abren y cierran dos compuertas de lo que podríamos denominar la corriente sonora de un tiempo nuestro, ajustable a una sensibilidad humanista, como son los ejemplos de Monteverdi y Tasso (Il Combattimento di Tancredi e Clorinda) o de Pierre Boulez y René Char (Le marteau sans maître)? En definitiva, la música es la expresión del canto de las sirenas, aquellas que construyeron el acorde primero de las esferas, pero también las que embelesan y adormecen al navegante hasta provocarle la muerte que, paradójicamente, es quizás la entrada en el sueño donde se comprende la fusión total entre palabras y sonidos, se oye la luz, todo suena porque calla a la vez: se vislumbra el misterio eterno entre éros y thánatos.
Como una especie de recapitulación final, donde aparecen y se enuncian sucesivamente todos los motivos encadenados a lo largo del libro, concluye el autor con un decisivo e iluminado ensayo que, no en vano, se denomina “Categorías musicales”, en el que personalmente se repasan las tradiciones que han dado origen a la música tal como hoy la entendemos, insistiéndose en su característica jánica, es decir, dual, ambivalente, salvaje y pacificadora, ilógica y racional al mismo tiempo, como el rostro del dios griego –Jano- que mira hacia delante y hacia atrás, limítrofe, porque “la música da forma y expresión simbólica a un ser que es límite y frontera”, nostalgia también de nuestras raíces matriciales y alumbramiento de lo porvivir, es analogía o, mejor dicho, soplo hermenéutico del cosmos, donde cada uno de nosotros, del que oye y escucha, toma conciencia de su propia posición. Se averigua en Trías, no ya su apego por la tradición platónica, sino su estirpe natural puesta al día y revalorada en un largo viaje a través del pensamiento hacia atrás y, en paradoja, evolutivo. La simbiosis música y filosofía constituye la razón primordial de esta última, pero su papel fue menguado por la imposición aristotétlica, al decir de Zambrano, otorgándole a la palabra, al logos, una dimensión lógico-lingüística que lo aparta de su verdadera esencia sonora, algo así como un carácter excesivamente fonético, sin tener en cuenta el espacio musical previo a esa foné y vinculado al habla: “el esplendoroso universo o cosmos del sonido en el que la música, como arte, artesanía, ciencia y técnica, halla su signo de identidad”. No basta, como propone Derrida, con ensanchar el campo de la escritura, sino que es necesario ampliar la observación y el análisis de los signos y símbolos por otras vías que nos ayuden a descubrir, a escuchar sus silencios y sonidos acompasados, su verdadera música. Los primeros indicios de notación, los neumas gregorianos nos hacen comprender ese espacio, cada vez más solo y autónomo, liberándose paulatinamente, a partir de la polifonía renacentista, no del logos, sino de la “voz autoritaria y monódica” de un Dios justiciero y distante, para hacerlo cada vez más cercano y humanitario (Boecio). Por el contrario, el logos musical va adquiriendo potencia y variabilidad de posiciones, según los diferentes estilos y actitudes humanas características de las diferentes épocas, hasta llevar al autor a preguntarse si es posible retomar un pensamiento filosófico y musical que articule una propuesta distinta y nueva, donde la naturaleza irracional de la música, tan subrayada durante el siglo romántico, sea compatible e incluso inseperable de su carácter numérico, matemático y físico-acústico; es decir, el proyecto de un logos, como modelo ideal que, más que una simple alegoría, encierre en si mismo toda la construcción universal. Es en esa doble condición, hechicera y contemplativa, donde radica la naturaleza de la música, en la flauta de pan y en la lira de Orfeo: la una, rebelde e independiente, la otra, pacificadora y unida por siempre al canto y a la palabra. La conjunción, pues, de música y pensamiento constituye el núcleo de este capítulo, convertido a su vez en célula cíclica de todo el volumen, donde los personajes son los grandes compositores elegidos en la primera parte, su argumento o, más bien, su espíritu, el poder de transformar nuestras vidas por medio de sus respectivas obras-pensamientos.

Nos desvela el autor que, si en su libro anterior, La edad del espíritu, fue la relación con lo sagrado la que estableció el centro del relato, en estos actuales “argumentos” es el nexo de la filosofía con la música, y yo diría, a su vez, con la palabra, quien determina el discurso narrativo o, más bien, su ámbito poético, pues cada uno de las “epistolas” de la primera parte son cartas espirituales o amorosas, escritas en forma de ensayos hermenéuticos, “verdadero ejercicio de piadosa puesta en práctica del hermoso himno paulino a Charitas (que es complementario, mal que les pese a pensadores y teólogos excesivamente unilaterales, del excelso diálogo platónico de Sócrates con Diotima, en El banquete, en torno a éros).” En definitiva, fue Platón el filósofo que mejor ha entendido la música en relación con el conocimiento, con las emociones, con el pensar y con los estados del alma.

Como bien se advierte al lector, cada uno de los capítulos puede leerse al azar, e independientemente de su cronología, que responde a su ordenamiento textual, pero también nos propone el autor leer el libro de corrido, como si fuera una novela que se ha ido escribiendo durante cuatrocientos años por los compositores que dan pie a cada monografía. Y aunque hemos señalado al principio de estos comentarios que no se trata en absoluto de una historia de la música, sí que esta lectura lineal propone aclara al aficionado, e incluso al especialista, una serie de cuestiones estilísticas, estéticas, formales y expresivas acerca de los propios músicos, las obras, las épocas en la que fueron concebidas y movimientos a los que pertenecen, que han ideo configurando el cuerpo sonoro de la cultura occidental. Incluso para el melómano poco amante de la filosofía, toda la primera parte aporta una nueva manera de escuchar y de ver la música que, partiendo de las necesidades expresivas de cada individualidad, se enlaza con el todo: la historia, el mundo de las ideas, el lenguaje como elemento autónomo y a su vez cincelado por sus artífices, la escritura, la palabra, ritmo y esencia. Es decir, pensar la música, no desde el exterior y ajeno a la filosofía como hizo Adorno, sino desde su propio corazón, pálpito y pulso.

El nacimiento del drama musical representado en el mito de Orfeo sirve de punto de partida para construir un imbricado relato o fabula in musica donde los más variados matices de la condición humana van a tomar forma y sonido como si fueran personajes de una obra shakespeariana. La música, en el caso de Orfeo, es doblemente protagonista, en cuanto drama y aliento capaz de aplacar las iras del destino, poder que cambia la voluntad de los dioses y permite la entrada de su son en los infiernos para liberar a Eurídice. Monteverdi actúa como anticipador o pionero de la reflexión musical: hace música sobre la propia música, teatro sobre el propio teatro, con toda una variedad de recursos que deja el campo libre a toda la experimentación barroca posterior. Pero es Bach, sin embargo, con su lenguaje arcaizante y su oído puesto en la tradición quien ocupa la figura central de este nuevo estilo. A partir del principio del temperamento igual establece una ley de gravitación de los objetos musicales. Trías lo asocia con el principio de individuación de Leibniz, y traza un paralelismo entre las grandes obras contrapuntísiticas bachianas como por ejemplo, El arte de la fuga con la armonía preestablecida del filósofo. En esta cuestión reside uno de los mayores aciertos del libro, consistente en plantear un acuerdo entre las diferentes obras musicales que se recorren y sus correspondientes tratados filosóficos, o entre los compositores y pensadores. Así, se nos recuerda la conjunción existente entre Beethoven y Hegel, concretamente entre la Sinfonía Heroica y la Fenomenología del espíritu, porque si al sistema se llega por resolución de las contradicciones, o por hallar una fórmula que supere las contraposiciones, que es en definitiva la lucha con la muerte, en la Tercera se ejemplifica maravillosamente este combate dialéctico entre los dos temas principales y su dramatización, sus contrastes modales, sus construcciones interválicas y la arquitectura singular de la forma sonata, sirviéndose de ella para “argumentar” y “relatar”, explotando sus recursos formales como llevará a cabo en su último periodo. Esta misma forma musical, madurada por Haydn se corresponde con el concepto aristotélico del ser como energía: la gran “Idea Estética” del maestro, su gran argumento musical que hace posible su Gran Relato cristiano, “desde la Creación del Mundo hasta el Juicio Final, puesto en pautas por un músico sin pasado, al decir de Nietzche, sin grandes inventivas ni revoluciones sintácticas, y que tuvo que vérselas y deseárselas para expresar su grandeza por encima de la originalidad. Todo Haydn se reconoce en el Gran Tema del Ascenso hacia la Luz a partir del caos (La creación), y sugiere Trías que muchos arranques de sus sinfonías y cuartetos no son más que comentarios o evocaciones de esta idea permanente, “creaciones de un mundo” que llena de sentido, tema y sustancia a la música, como le ocurriese también a Mahler, compositor de un mundo propio, donde todo parece arrancar de La canción del lamento para ir generando paso a paso, desde un “obrar titánico y demiúrgico” una perfecta cosmogonía., todo a través de un mundo caótico y fantasmagórico, donde “las sinfonías acaban siendo oratorios”, canciones que terminan siendo “pequeños poemas sinfónicos en miniatura” u “oratorios que semejan baladas.”
El canto mahleriano, insistente como un retorno eterno, no es comprensible sin la gigantesca aportación de Richard Wagner, no sólo en cuanto a sus importantes aportaciones al mundo de la orquesta, la escena y el texto, sino como colofón al debate entre música y filosofía que culmina con los sucesos revolucionarios de 1848. Wagner inicia una nueva forma de convivencia entre la palabra y la sonoridad, pero también abre un sendero impensable hasta entonces por el que caminarán música y pensamiento.

El autor de la Tetralogía, también ensayista y escritor, se hace eco de la filosofía alemana de su tiempo y, a tono con Schopenhauer, cree firmemente en la música como esencia del mundo, como espejo de la Voluntad, esa “herida siempre abierta en el costado del ser, de la que mana sangre perpetuamente” y a la que puede el hombre sobreponerse a través del arte y del mundo de las ideas. Trías encuentra la representación de esta dialéctica en la música wagneriana, simbolizada en la “lanza maldita” y en la “lanza salvadora”, es decir, la que porta Merlot en Tristán e Isolda y la de Anfortas en Parsifal. Por encima de Nietzche, Wagner, sabiendo que la voluntad de poder encierra maldad y bondad a partes casi iguales, destaca la fuerza de esta última, imantada por el amor o la creación, a pesar de la maldición del Anillo y la necesidad del fuego para purificar el mundo, contaminado por el poder de dominación, para comenzar otra historia, en un territorio “limítrofe y fronterizo”. Y es que el músico, como se afirma en estas páginas, pensaba mejor y más claro que muchos de sus filósofos contemporáneos.

De especial importancia son los capítulos dedicados a la música del siglo XX a partir de Arnold Schönberg y su misión liberadora del sonido respecto a su jerarquía tonal. Compara Trías al fundador de la Escuela de Viena con el autor del Tractatus, en la medida en que los dos acuden a una serie de planos y nuevos meridianos que establecieran un código distinto por la oxidación del lenguaje. Schönberg, sin embargo aventaja a Wittgenstein, en la medida en que es capaz de retrotraerse a un “ámbito anterior”, más alla del “pensamiento que se agota en su expresión lingüística”, que es previo y pre-liminar, ontológica y teológica. Es aguda la deducción de que el dodecafonismo, no como aventura anárquica o desordenada, sino todo lo contrario, como normalización de un concepto armónico nuevo y diferente, “desprendimiento de las inferencias o consecuencias que la ‘disonancia emancipada’ exigía.” En esta escuela, Schönberg sería un narrador, Alban Berg un dramaturgo o fuerza dramática y Anton Webern un poeta.

No es habitual, retomando el principio de estos comentarios, que un filósofo español se ocupe de la música, pero menos de la música contemporánea o, para ser más precisos, la que se escribió a partir de la segunda mitad del siglo ya pasado. Los ensayos dedicados a Stravinski, Bartok o Strauss no tienen desperdicio y nos ayudan a entender, no sólo el engranaje entre estructuras y recursos expresivos en el campo estrictamente creativo, sino el conflicto y la interferencia, la distancia y la cercanía entre vida y muerte, existencia y exterminio, ser y nada. Quizás se eche de menos, tras la visión de dos de los mejores cuartetos de Bartok (4 y 5) una parada especial en la gran serie de los cuartetos de cuerda de Shostakovich, sin cuyos planteamientos y grandiosos desarrollos no puede entenderse del todo la mentalidad del hombre contemporáneo, sobre todo en el recorrido de ese mundo aparentemente no experimental, pero profundo en la explotación de recursos expresivos y en esa lucha intensa y constante entre pensamiento y creatividad.

Si la literatura fue otra cosa después de Mallarmé y, concretamente, tras sus experimentos poéticos a partir de la música postweberniana, la nueva música halla uno de sus mayores exponentes en Pierre Boulez, depositario de todo el legado “sonoro” del poeta y compositor de la más bella y sugerente obra sobre sus versos: Pli selon pli. Es espléndida la propuesta de tal asimilación y del resurgir de “una belleza superviviente”, “surgida de las cenizas de la Vida”, y de cómo tal ideal de lo bello inunda toda la obra del músico y director francés, un compositor que debió superar tres pruebas al menos en su lucha contra el Minotauro “apostado en las inmediaciones del límite”. Boulez logra ensanchar el ámbito de su obra a otras lindes y culturas, más allá del espectro europeo y accidental, siempre desde la magia y la belleza, haciendo de esta última su divisa y emblema.

Junto con Boulez, Karlheinz Stockhausen, recibe las enseñanza de Messiaen, que aplica a la primera parte de su obra apoyada en el serialismo. De ahí, inicia un camino ya sin vuelta, donde la búsqueda de nuevos elementos acústicos e incorporación de timbres ajenos hasta entonces a la denominada música culta, van a ser constantes. Nos indica Trías acertadamente que uno de los grandes logros de este compositor consiste en la traslación que hace de los diferentes valores de duración a la forma, porque en música, ésta es forma en el tiempo. Stockhausen pues, halla en su primera escritura el punto mínimo de duración, su radicalidad en esa especie de puntillismo que, poco a poco, a través de sus transformaciones, acabará viajando “hacia las estrellas”, como ocurre con Licht o Sirius. Recuerda Stockhausen –y esta frase encierra y define el definitivo pensamiento del autor de estos argumentos- “aquellas vidas anteriores que preparan y presagian su renacimiento en las estrellas. Un destino común a todos quienes asumen la música como gnosis liberadora, o como conocimiento que salva.” Nos detiene en el inquietante Canto de los adolescentes, como ejemplo de naturaleza simbólica que sirve de catarsis para denunciar los horrores sufrido durante la infancia del compositor bajo el terror nazi. El símbolo es pues una de las grandes características de un compositor que ha trabajado el hecho musical como una gran unidad dialéctica. El símbolo, en este caso de la voz aniquilada del adolescente, hace referencia a una voz primera y primigenia, anterior a la voz verbal, que en la música siempre se distingue.

Los capítulos dedicados a John Cage e Iannis Xenakis quizás sean los más densos, complejos, extensos y aclaradores del apartado consagrado a la música más nueva, aunque clásica ya, si nos remitimos al tiempo en que fue escrita y a su vigencia actual. A Cage -el único compositor no europeo incluido en el libro- lo define como uno de los paradigmas del límite y, concretamente a la más célebre de sus obras: la que lleva por título 4’ 33”, compuesta hace más de medio siglo y donde el intérprete debe permanecer todo el tiempo que dura la pieza, es decir, cuatro minutos y treinta y tres segundos, frente al piano cerrado. Y es el público, su pensamiento, su silencio, murmullos, comentarios, bostezos o todo tipo de intersecciones, quienes completan el evento sonoro. “Lo que surge de ese experimento es inmanente a la acción -nos dice Trías-. No trascendente. No trae consigo obra. La obra es la propia vida.” Porque para comprender a Cage, debe recordarse la tesis de Hegel relativa a la muerte del arte, debido al exceso de teorías, ideas y conceptos que ya abundaban en plena modernidad. El compositor americano es un vivo ejemplo de cambio y revolución que, a partir de los años 80, no sólo rompe, sino que exige escuchar su obra sin referencias al pasado, sin memoria ni tradición., quizás desde la profesión de un “panteísmo sonoro”, donde el sonido es capaz de recuperar su ancestro original, más allá de afinaciones, temperaciones y conciertos.

Las páginas sobre Xenakis cierran perfectamente esta sección. Podría decirse que sirven de compuertas de las dos secciones. Por un lado, condensa las grandes ideas expuestas anteriormente, y por otro, prepara al lector a sumergirse de lleno en un espacio más filosófico, que es el de la segunda parte. Al principio nos advierte nuestro autor de un precepto que se han saltado por alto muchos compositores actuales, y es que jamás una pieza musical puede justificarse como argumentación de una teoría, pero acto seguido nos previene contra cierta intransigencia antiintelectual, culpable del retraso que la música sufre en la recepción de los compositores del siglo XX con respecto a las demás artes. ¿Sólo es por eso? ¿O es por el problema que plantea navegar en la abstracción sonora, sometidos a un tiempo determinado de escucha? ¿O son las referencias tonales, rítmicas y melódicas las que le fallan al oyente? ¿O es un problema educativo general de una comunidad? Este es un debate largo y extenso, donde sin duda se sitúa la “arquitectura” sonora de Xenakis, ingeniero y gran conocedor de las matemáticas, que aplica a su obra con gran sentido y profundidad: un ejemplo unitario de numerología, tradición pitagórica y pensamiento musical, al que Trías dedica uno de sus mejores momentos, desvelandonos fórmulas escondidas o iluminando oscuros rincones de la obra del compositor. Quizás, por el hecho de ser griego de origen, Xenakis entronca de forma natural y desde la extrema modernidad con el trivium, la tradición homérica, la tragedia clásica o la filosofía platónica. Trías se fija en las masa sonoras en continuo movimiento como una de las características principales del compositor. Son planos masivos, nuevas superficies, niveles nuevos que sustituyen la verticalidad del sonido y la horizontalidad de la melodía: “una máquina arquitectónica, concebida al modo de proyecto arquitectónico, diseñada hors temps, en un ámbito intemporal proyectivo, pero que se ciñe sobre el papel, o se proyecta a través de un movimiento argumentado en el tiempo, en temps, capaz de desglosarse en secciones.” Es pues, Xenakis el último eslabón de esta cadena, el renovado testimonio del quadrivium clásico que reaviva la llama inextinguible, pero a veces en ascuas, de la dialéctica entre música y pensamiento, relación tan eterna como compleja, a la que este libro de Eugenio Trías ofrece la más rica y singular aportación.
Madrid, 15de enero de 2008
José Ramón Ripoll
Para Letra Internacional