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miércoles, 26 de marzo de 2008

HORROR VACUI

Existe en las sociedades modernas un miedo inconmensurable al vacío en todos los aspectos, el horror vacui que decían los aristotélicos: “La naturaleza aborrece el vacío”. Sin embargo, no hay que sacar la frase de su estricto contexto porque, efectivamente, las cosas naturales del mundo ocupan su propio espacio, producen sus propios sonidos y generan su entorno ambiental, no dejando lugar para esa abstracción llamada “nada”, que no sólo ha dejado correr regueros de tinta desde que el hombre piensa, sino también de sangre, olor a carne chamuscada y santas guerras. El otro día meditaba sobre la nada en el romano Campo di Fiori –que es una especie de gaditana Plaza de las Flores multiplicada y renacentista- frente a la estatua de Giordano Bruno, que lo quemó la Inquisición en ese mismo lugar por sus ideas heliocéntricas, bajo presencia de toda la curia cardenalicia del momento. Muchos cayeron en ese mismo sitio por defender la nada frente a la totalidad. Qué cosa más absurda. La nada, como el todo, debería ser como un perfume: que cada uno lo use cómo y cuándo le de la gana. Pero continúa siendo imposible disfrutar del vacío, al menos de esa distancia que dejaban entre sí los edificios, las fuentes y los habitantes de la ciudad. Ahora todo está relleno de una superabundante población que imposibilita tanto el silencio como la simetría. Forasteros que se pisan unos a otros, paraguas que se alzan, no para protegerse de la lluvia, sino para guiar a las manadas de turistas, flashes, vídeos, extraños griteríos rompen la armonía de cualquier zona que ha sido caracterizada en la historia por su propia música y disposición. Pensaba en la nada en aquella plaza y también en el silencio. Trataba de oír el sonido de la fuente por encima del griterío, y tuve que hacer un verdadero esfuerzo interior para aislarme de todo lo que creía que era superfluo y concentrarme en el chorro del agua, en su pureza cristalina y en su eterno discurrir cíclico que, paradójicamente, era la antítesis del vacío.

Hay un pavor en las ciudades de hoy al silencio, quizás porque sus regidores teman que los vecinos mediten demasiado, y en el monólogo interior lleguen a la convicción de que hay que cambiar de gobernantes o, al menos, de maneras de gobernar. En el metro de Madrid han instalado unas grandes pantallas en los andenes, desde donde “informan” constantemente al ciudadano de lo que ocurre en el mundo, con voces mecha más los correspondientes anuncios. De modo que no hay forma de sustraerse a la propaganda, lo cual me parece una grave invasión de la intimidad. El otro día, en la playa de Cádiz –y ya van varias veces que me ocurre- paseaba por la orilla del mar como muchos convecinos y visitantes, y cuál no sería mi sorpresa que di un respingo y me rasqué los oídos para comprobar si lo que estaba escuchando era verdad. Nuestros responsables municipales nos amenizaron la mañana con un monográfico de Julio Iglesias a través de los altavoces. Por lo visto no basta con el sonido continuo de las olas, ni con el zumbar del viento, ni con los pregones de los vendedores ambulantes, sino que hay que escuchar música, su escogida música.. Si al menos nos pusieran a Mozart., aunque tampoco pega. Me temo que en breve nos tumbaremos al sol oyendo, por narices, la canción del verano. O lo que es peor, las proclamas de nuestra alcaldesa. Horror vacui.

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