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miércoles, 12 de marzo de 2008

LA CARMEN DE CÁDIZ

Mientras la diosa Sara Varas protagoniza en el Teatro Falla una sugerente y atractiva versión de Cármen, se me ocurre pensar, no sólo qué habría sido de la mítica gitana de haber vivido en Cádiz en vez de en Sevilla, sino que me permito imaginarla como candidata contrincante de Teófila Martínez en las próximas elecciones municipales. ué pesadez, pensarán ustedes, aún no hemos digerido el zapaterazo y ya estamos otra vez con la misma canción. Pero es que Cádiz ha sido de las pocas ciudades españolas donde el electorado ha votado una cosa en las generales y autonómicas, y otra muy distinta en las locales, no porque el PP se haya visto demasiado alterado en el número de votos, sino porque la abstención de casi el cincuenta por ciento desfavoreció hace un año al PSOE en su lucha por la alcaldía. ¿Qué pasa en esta ciudad? ¿Tienen los gaditanos un exceso de teofilina en sangre que les entrecorta la respiración cada vez que se les habla de una alternativa más acorde con los tiempos? Por eso pienso que Carmen sería una mujer con agallas para enfrentarse, por ejemplo, a todas las ñoñerías y antiguallas que aún conviven en la ciudad, renovando el espíritu liberal que caracterizó al Cádiz de 1812, que no tiene nada que ver –dicho sea de paso- con los presupuestos ideológicos que manejan quienes hoy presumen de ese noble adjetivo.

La Carmen de Sara Varas se desarrolla en Cádiz en vez de en Sevilla. Mira el mar y la bahía en vez de los campos y la sierra, y cree en el amor como luz liberadora, más que como pasión caprichosa. La Carmen de Merimée era otra cosa: dicharachera y, a veces, malaje. Antipática, diría yo. Tuvo que venir Bizet a suavizarla y a otorgarle el verdadero carácter con su música, para hacérnosla más sensual y cercana, a pesar del disparatado libreto de Meilac y Halévy, en el que tuve la suerte de trabajar junto a Fernando Quiñones en una versión al español. Quiñones entendía Carmen como una zarzuela en francés, que no lo es. Es una ópera francesa, de las mejores, desarrollada en un paisaje andaluz que los autores no olían ni por asomo. Don José, por ejemplo, contempla nostálgico las luces de su aldea navarra desde las montañas de Granada. En la novela es peor. Cuando el militar conduce a la gitana hacia la cárcel por una estrecha calle de Sevilla, ésta se camela a Don José, nada menos que hablando euskera, pues daba la casualidad de que la muchacha habían residido de chica en el mismo pueblo. Creo que de este dato no se entero Ibarretxe, sino la hubiese convertido en el símbolo del independentismo, como la Marianne francesa. A los soldados españoles de la época le llamaban canarios por el uniforme amarillo, y en una escena en que Carmen intenta persuadir a Don José de que abandone el ejercito por ella, ante el miedo y la resistencia de aquél, exclama airada: “Voyez-vous, canari, au quartier”, recitativo que Quiñones intentó traducir tal como lo diría una Carmen de la Viña: “Vete ya, maricón, pa el cuartel”. Nos reímos, pero al final lo cambiamos, quizás por prejuicios y reparos, de esos que la Carmen gaditana nos emanciparía si alguna vez llegara a tomar las riendas de nuestro ayuntamiento.

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