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miércoles, 21 de mayo de 2008

CORPUS

El Corpus gaditano, como en toda Andalucía, ha gozado siempre de una beatífica diversión. Los andaluces nos hemos arrimado a la Iglesia con una cierta dosis de folclor y alegría, lo que ha hecho más llevadero la penitencia y la culpabilidad. Cuando se aproximaban las fiestas del Corpus, nuestra madres nos compraban ropa de verano para estrenarla en ese día. En la víspera, ya se habían entrenado los capillitas con el traslado de la Patrona desde su templo a la Catedral y ya se preludiaba la bulla. Por la mañana había toque de diana en la ciudad y las calles amanecían cubiertas de romero, destilando un aroma especial desde el que se podría reconstruir el laberinto de la memoria. Los niños nos apresurábamos a ver la procesión, bastante aburrida por cierto, pues allí no había túnicas ni capirotes, aunque sí lucía la púrpura del cabildo, los bonetes de los canónigos, la mitra y el báculo del obispo, las dalmáticas de los monaguillos y el olor a incienso que, mezclado con el del romero, ofrecía una fragancia fronteriza entre lo místico y lo sensual. Manuel de Falla supo sacar provecho musical para su “Retablo” de cuanto quedaba en su recuerdo del Corpus de su ciudad natal y lo que oyó y vivió en el de Sevilla, acompañado por García Lorca.
En la comitiva figuraban todas las autoridades locales, hermanos mayores de cofradías, académicos, cronistas, poetas oficiales y demás prohombres de la ciudad: todos con caras de circunstancias y mirando de reojo a la congregada vecindad, pues siempre había un cachondo que hacía algún jocoso comentario al paso de alguno, despertando un ligero mosqueo en el susodicho. Me acuerdo de un año que a Don Benito Cuesta, marino, jurista, versificador y buen romántico –que, por cierto, insistió siempre en que su palacio en litigio de la calle Sagasta se convirtiera en un museo, en vez de en una casa de apartamentos, como acaba de suceder- le robaron en su domicilio mientras sujetaba el cirio en la procesión. Era católico hasta la médula, pero ese día se le resquebrajó un poquito la fe en la Virgen del Rosario. Luego venía el alcalde y la corporación bajo maza, flanqueada por los mismos pelucones que ahora, pero un poco más nuevos. Y un personaje clave, que sin él no había Corpus que valiera: Machuca y sus largos mostachos - padre o hijo-, mandamás de los municipales. Después de la procesión, un desfile de todos los regimientos, ponían ritmo marcial a la exaltación religiosa. Las marchas militares eran sincopadas por los célebres globos de Corpus, que chirriaban al apretarse. y los golpes en el suelo de unos bastones de colores que terminaban en cachiporra , con los que los vendedores ambulantes engatusaban a los niños. Y por la tarde, los toros. Jaime Ostos o Mondeño lidiando en la única plaza del mundo construida en la orilla del mar, la infantil charlotada y dos o tres corridas, hasta esperar el Corpus Chiquito del próximo domingo.
Ya no hay plaza de toros, ni pitos, ni bastones, ni ese niño que se arrodillaba al paso del Santísimo con reverencia y ganas de divertirse a la vez. Sólo perduran esas momias de entonces que, en las figuras de nuestros regidores, siguen, varilla en mano, desfilando como si aquí no hubiera pasado nada entre la Iglesia y el Estado.