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sábado, 16 de agosto de 2008

VIOLENCIA Y LENGUAJE

Los gobiernos del mundo civilizado parecen estar preocupados por la educación de sus jóvenes estudiantes. Cada vez son más frecuentes los índices de conocimiento y expresión del alumnado a cargo de organismos internacionales que sitúan a los diferentes países en un determinado nivel de la olimpiada cultural. Los españoles no estamos demasiados sobrados en el medallero. Más bien diríamos que rozando el fanguillo si hablamos de materias especulativas o excesivamente racionales, como en el caso de la filosofía, las matemáticas o la lengua. Pero lo más alarmante es el comportamiento que se deriva del uso de esta última. El lenguaje y su utilización determinan una manera de ser y de estar en el mundo y, por supuesto, un modo de relacionarse con los demás. Es corriente oír conversaciones a nuestro alrededor donde no se respetan las más elementales reglas sintácticas y morfológicas. Las frases se abandonan a la mitad, las concordancias no funcionan, la estructura básica de sujeto, verbo y predicado casi no existe, y todo el sentido de la oración se deja al azar de los puntos suspensivos. Pero lo más peligroso, no es que el lenguaje se empobrezca y pierda su capacidad de comunicar ideas, sentimientos y emociones con más o menos exactitud -que no es poco-, sino que los elementos que nos queden de él se oxiden y apelmacen, entren en una dinámica soez y acaben generando una dosis de violencia que abarque nuestra conducta y gestualidad.

Dan pavor las imágenes que hemos visto recientemente por televisión de la brutal paliza propinada por un grupo de muchachas a una ecuatoriana en el pueblo de Galapagar, pero también dan miedo las palabras que se escuchan detrás de los golpes. O, mejor dicho, las palabras que jalean la azotaina. Desde “písala la cabeza” hasta “mátala”, la banda sonora de este vídeo duele casi más que las patadas y los puñetazos que recibe la víctima, porque mientras estas crueles acciones permanecen presuntamente alejadas de la mayoría de los espectadores, las expresiones verbales utilizadas forman parte, cada día más, de nuestro entorno cotidiano. La irascibilidad lingüística está instalada en nuestra vida y no hacer uso de ella parece que nos convierte en piadosas ursulinas o en contempladores monjes budistas. El cine y las series televisivas otorgan cada vez mayor heroicidad al personaje más grosero de la película. Quien más liga y quien más gana es el más vil. No es extraño, por tanto, sorprendernos a nosotros mismos elaborando un pensamiento ordinario a partir de un lenguaje chabacano y, por ende, inexacto.

“Ciertas formas de comunicación nos alienan de nuestro estado natural de compasión o solidaridad”, escribe Marshall B. Rosenberg en su libro Comunicación no violenta, en cuyas páginas sostiene que velar por nuestro lenguaje es una forma de mantener nuestra integridad como persona ante nosotros mismos y ante los otros. Por supuesto que un académico de la lengua puede ser un asesino, pero es más común que nuestras agresiones diarias sean consecuencia, en gran parte, de una violencia verbal incontenida e inconsciente. Se comienza por el insulto y el vituperio y se termina maltratando al conyuge, torturando a una ecuatoriana o asesinado a una colegiala de San Fernando.