La vida de las ciudades españolas ha cambiado sustancialmente en los últimos treinta años gracias a la recuperación democrática, pero también a la puesta en marcha de los mecanismos culturales que toda mudanza política lleva consigo. Pero es curioso que mientras se reivindica la lectura o la visita a los museos como práctica necesaria para el progreso cultural, la música siga ocupando un segundo lugar, al menos en nuestro país. No pasa nada si a un intelectual español no le suenan los nombren de Scriabin o Shostakovich; sin embargo pondríamos el grito en el cielo si no sabe quiénes son Kafka y Rothko. Seguramente todo esto se deba a la herencia de un pasado sordo, donde la educación musical ha sido casi nula en las escuelas, salvo los contados esfuerzos que se llevaron a cabo durante la Segunda República. En el resto de Europa, la música ha gozado del lugar preferente en la vitrina cultural, incluso en los tiempos más terribles de desolación y barbarie humanas. Lo cierto es que la abstracción del arte sonoro hace paradójicamente al hombre más libre y más rico de espíritu, porque una ciudad que suena suele brindar a sus habitantes la ocasión de desarrollar colectivamente su sentido de creatividad.
Cádiz, que durante el siglo XIX tuvo fama de ser uno de los lugares españoles con más tradición musical de nuestro país, llegó en poco tiempo a convertirse en una de las ciudades más desiertas para el melómano. Desaparecidas sus academias, reducido su conservatorio, fulminadas sus bandas de música, minimizados sus conciertos, parecía que todo iba a quedar limitado al carnaval. Hace seis años que la Junta de Andalucía puso en marcha un festival de música en Cádiz.. Se acordó que la música española debía ser la divisa que encabezara dicha muestra, quizás por ser Cádiz cuna de Manuel de Falla, para motivar a los aficionados y promoción de los compositores e intérpretes de nuestro país.
Seis ediciones del Festival de Música Española han servido ya para consolidar una exhibición que cada año va adquiriendo más importancia entre la crítica y los profesionales. El esfuerzo de su equipo, capitaneado por su director, Reynaldo Fernández Manzano, y la voluntad política de la Consejería de Cultura, posibilitan que los gaditanos se reunan diez días al año en torno a importantes conjuntos e intérpretes españoles, cada vez con más calidad y más asistencia. Me llamó la atención la entusiasta acogida por parte del público de Itaun, una obra contemporánea y difícil de Ramón Lazkano, interpretada por la Sinfónica de Euskadi. Ni en el Auditorio de Madrid, ni en el Palau de Barcelona la gente es capaz de seguir atentamente un discurso de estas características y, mucho menos, aplaudirle tan generosamente como en el Teatro Falla. Quiero señalar con esto que el aficionado está abierto a recibir nuevos impactos y que Cádiz es un propicio territorio para desarrollar el arte musical en todos sus estilos y formaciones. Pero es una lástima que toda esta iniciativa se reduzca a dos semanas escasas. El Festival debe ser un acicate para la música gaditana, y una vez desmontado el campamento, las instituciones deberían continuar manteniendo una política musical adecuada durante el resto del año.
Sería deseable que la Orquesta Manuel de Falla tuviera una presencia mayor y continua en nuestra provincia, organizando una serie de conciertos de temporada, con arreglo a un criterio de programación, donde el aficionado pudiese abonarse, incluso colaborar estrechamente en una especie de sociedad filarmónica, y así sentirse partícipe de la formación. También las orquestas andaluzas podrían visitarnos durante todo el año y no solamente durante el Festival. Es importantísimo, por otra parte, que el Conservatorio logre el grado superior, ya que así todas las asignaturas e instrumentos se impartirían en la ciudad, creando una cantera suficientemente preparada de jóvenes músicos para formar nuevos conjuntos. Y, en definitiva, es necesario promover y ayudar a gestionar desde la administración cualquier iniciativa ciudadana que ofrezca una mínima calidad para la promoción de la música.
Tuve la suerte de participar en las reuniones y conversaciones que antecedieron al primer festival, y desde el primer día insistí en la idoneidad histórica, geográfica y cultural de la ciudad de Cádiz para poner en marcha en una muestra española e iberoamericana. Ahora, de cara al Bicentenario de la Constitución de 1812, donde tan definido papel tuvieron los países de América Latina, sería el momento de escuchar en Cádiz el Sensemayá del mexicano Silvestre Revueltas, los Choros del brasileño Heitor Villa-Lobos o El nuevo tango del argentino Astor Piazolla. La inclusión de compositores e intérpretes iberoamericanos en el Festival enriquecería a los asistentes, fomentaría nuestro papel de puente entre las dos orillas atlánticas y nos otorgaría cartas credenciales americanas ante Europa. Es una ocasión que no debemos perder y que el mundo de la música nos agradecería para el futuro: una bahía sonora -como uno de los títulos de la escritora colombiana Fanny Buytrago, que cante todo el año con acento de ida y vuelta.
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