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martes, 9 de octubre de 2007

BARBACOAS

No hay asunto que le siente peor a un político que tomar una medida impopular, por más justa y necesaria que esta sea. El miedo a la crítica ciudadana y a la posible pérdida de votos en las siguientes elecciones le hace comulgar con ruedas de molino antes de llevarle la contraria a la opinión mayoritaria. Confundiendo el ejercicio de la democracia con el aplauso diario y la posición en el termómetro de la popularidad, muchos de nuestros representantes se dejan arrastrar por aquello que llaman la expresión profunda del pueblo, contraria a veces a los intereses generales del ecosistema, a los principios elementales de la civilización o simplemente al buen gusto y las buenas costumbres. De esta manera, se promueven, desde los poderes autónomos y municipales, espectáculos que dañan el paisaje urbano y el oído de los vecinos, fiestas patronales que lindan con el sadismo y la salvajada, masivas romerías contaminadoras de espacios protegidos y todo tipo de chabacanerías en nombre de una pretendida raíz popular que, en la mayoría de los casos, no resistiría el más mínimo estudio antropológico.
La tradición de las barbacoas del Trofeo Carranza, por ejemplo, es de antesdeayer, bastante más corta que la de la competición deportiva. Los gaditanos que tenemos más de cuarenta años recordamos el Trofeo como un acontecimiento relativamente tranquilo, donde la gente que no iba al fútbol se paseaba por las cercanías del estadio, al olor de los pinchitos morunos y las sardinas que se asaban en los chiringuitos ambulantes montados para la ocasión. En la playa, algunas familias prolongaban el día agosteño hasta que terminaran los partidos nocturnos. De pronto, esta sana costumbre que no hacía mal a nadie se institucionalizó y ahí la cagamos. En nombre de no sé que costumbre ancestral, a los gaditanos le dieron un trozo de carbón y una sardina y le conminaron a celebrar los goles marcados y recibidos por el equipo local a golpe de barbacoa. Ruidos, basuras, vidrios rotos, cenizas, colillas y una peste insoportable a pringosos asados invade desde entonces kilómetros de arena una noche cada verano, pese a los ya demostrados perjuicios que la graciosa algarabía causa en el litoral. Eso sin contar el lamentable espectáculo de un magno botellón de mal gusto y peor resultado.
Ni el Ayuntamiento, ni Demarcación de Costas hablan claro, ni se atreven a solucionar el problema de una vez, que sería prohibiendo un festejo gregario, insulso y hortera que no conduce más que a acabar para siempre con la blancura y limpieza de nuestras playas, de las que tanto alardeamos cuando llega la hora de la autocomplacencia local. En vez de gastar dinero en consejos preventivos que no sirven para nada, porque al ciudadano no se le educa una vez al año por medio de cartelones, a ver si todos los políticos implicados en este asunto tienen el valor de apelar al sentido común y atajar el tema del tirón, explicándole a los gaditanos el porqué de esta decisión “impopular”, sin temor a la inmediata pataleta, a las gacetillas de turno o a la presunta fuga de votos. Hablando claro nos entendemos todos, y la ciudadanía es la primera en asumir sus intereses si se les sabe explicar con raciocinio. Lo demás es demagogia barata y populismo de la peor calaña.

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