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martes, 23 de octubre de 2007

LAS VARAS DE MEDIR


El valor que le otorgamos a la vida cambia continuamente de posición. Según lugar, tiempo o circunstancias, así justificamos más o menos la aniquilación del otro. Y no digamos cuando el prójimo –que es paralelo a próximo- vive en la conchinchina, practica religiones diferentes, habla lenguas ininteligibles o tiene otro color de piel. Cuanto en un momento determinado nos parece un crimen irreparable, llevado a cabo por mentes asesinas sin un mínimo de piedad, en otras ocasiones lo justificamos o, cuando menos, hacemos la vista gorda.
El mundo se desangra día a día a causa de la ambición y la intolerancia, no ya por hambre o por enfermedad, que es una cínica e infame manera de dejarlo morir, sino a causa de guerras provocadas, odio, violencia y terror indiscriminado. Antes podíamos decir que no nos enterábamos ni de la mitad. Ahora recibimos noticia de cada asesinato casi en directo. Nos hemos ido acostumbrando al exterminio con lasitud y naturalidad, hasta el punto de que ya su información cotidiana forma parte de nuestra dieta. Sin ir más lejos, el otro día nos anunciaban el bombardeo de una escuela coránica paquistaní, bajo excusa de que allí se refugiaban talibanes muy peligrosos . Daba igual que la mayoría de las víctimas fueran niños o jóvenes, puesto que ya el previo comentario de la acción justificaba nuestras conciencias: “esos pequeños cuerpos inocentes estaban llamados a convertirse en futuros terroristas”. El reciente asesinato, por ejemplo, de la periodista Anna Politkóvskaya, convertida en el máximo símbolo crítico con la política del presidente ruso con respecto a Chechenia, ha ocupado durante unos días los titulares de los periódicos para que no ocurra absolutamente nada. Ahí sigue Putin permitiéndose perdonarle las vidas a los líderes mundiales, sin que nadie le diga ni pío. O el presidente de China, un país donde se ejecuta y encarcela cotidianamente por el hecho de reivindicar las mínimas libertades democráticas, agasajado por las grandes economías. Y qué decir de Bush, cuya obstinación al servicio de la facción más salvaje del capitalismo americano nos ha llevado a una guerra inútil, injusta y fracasada, tras la que todo será peor. Ahí sigue, tratando de superar sus bajos niveles de popularidad. Lo malo es que con la vida humana nos ocurre lo mismo: sube y baja en nuestro baremo moral con tremenda facilidad. Antes llamábamos resistentes a quienes se oponían, incluso con violencia, a la invasión de sus territorios por tropas extranjeras. Antes había “héroes” que luchaban por los derechos de los más débiles contra los poderosos. Si Che Guevara hubiese registrado la marca de su efigie, su familia sería hoy multimillonaria de tanta camiseta y tanto póster que se han vendido. Que vaya tomando nota Hasan Nasralá, el líder de Hezbolá, cuya foto se exhibe en todos los autobuses, coches, casas y comercios del mundo árabe como el mejor guardián de sus fronteras. Antes eran héroes y ahora son terroristas. ¿Qué ocurre entonces con nuestras conciencias? ¿Se ajustan a las varas de medir que nos brinda el poder o, por el contrario, se acomodan a nuestras conveniencias, seleccionando a los muertos para seguir viviendo sin reparo

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