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martes, 8 de enero de 2008

AÑORADO AÑOVEROS

Cuando yo era chiquitito mi abuela me llevaba misa, y cada vez que desconectaba de los latines del cura y se me iban los ojos hacia la cúpula de la iglesia de San Agustín, recibía un buen cosqui o un tirón de oreja. Después nos íbamos a tomar cerveza, porque los niños gaditanos tomaban una caña los domingos, quizás como recompensa por haber aguantado cerca de una hora la monserga del cura y porque se decía que abría el apetito. También cuando era chico deseaba ser sacerdote, pues debajo de mi casa habitaba un medio tío cura que vivía como tal y me compraba artilugios litúrgicos para niños que yo colocaba en un pequeño altar donde simulaba tedeums y salverreginas, con incensario y todo. Mi tío vecino escribía libros sobre moral católica, donde insistía en la condena eterna y en la desgracia de ser librepensador como uno de los pecados más graves que podían llevar al infierno.

Ya de joven cursé un año de bachillerato en el seminario de Cádiz y allí conocí el gesto más amable de la Iglesia, gracias a los profesores de entonces y al buen sentido común del obispo Añoveros que, además de poner en un brete a Franco bajo amenaza de excomunión, me demostró que yo no estaba precisamente llamado para las labores del pastoreo religioso. A partir de ese momento creí haberme convertido en un buen cristiano, sobre todo porque el sentimiento de culpa comenzaba a diluirse en una extraña mezcla de razón, compresión y tolerancia. Desaparecieron poco a poco las collejas de mi abuela y el pavor a las llamas de Pedro Botero, pudiéndose decir que empecé a convertirme una persona normal que se relacionaba de tú a tú con la divinidad, o quizás que iniciaba una conversación consigo mismo, aprendiendo a convivir con su conciencia y con los principios elementales de la convivencia ciudadana.

Pero he aquí que al cabo de los lustros, la jerarquía católica vuelve a la carga, invirtiendo sus papeles históricos. Los obispos abandonan por un momento sus palacios, se olvidan de la estructura férrea y monolítica de la Iglesia, de la Santa Inquisición o de la Congregación para la Doctrina de la Fe en su versión moderna, del papel que jugaron durante la represión franquista, de su tibieza frente al terror nazi., del miedo que durante siglos han inoculado en el espíritu de sus fieles y del castigo que han infligido en el cuerpo de sus víctimas para ahora manifestarse bajo una pancarta como un sindicalista del metal, exigiéndole al gobierno más democracia, bajo la excusa de que en este país no se respetan los derechos humanos. Hay que joderse. El novato purpúreo Martínez Camino sentencia que la situación legal actual respecto a la familia y a la educación religiosa es el peor de los horrores que ha vivido la humanidad hace siglos. Hay que volver a joderse.

Parece como si estuvieran nerviosos porque ya hay muchos niños que miran a la cúpula por donde entra más luz mientras el cura sermonea en el vacío y no hay nadie que les canee por detrás. O porque en los seminarios ya no queda ni el portero. O por que la competencia ofrece más Dios. En fin, que lo de mi abuela y mi tío el cura sabía al menos a cerveza y a vinillo de misa, y existía la esperanza de Añoveros.

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